28 febrero, 2007

Por Hablar

Hace unos días, hacía balance de nuestro primer mes por Asia y me alegraba de que todo nos hubiese ido relativamente bien. No habíamos caído enfermos, no nos habían robado, no habíamos perdido nada. Dos días más tarde, lo he perdido casi todo. Si es que estas cosas me pasan por hablar demasiado pronto…

El sábado 24 de febrero, ya empezábamos el día con mal pie. El despertador sonó a las cuatro y cuarto de la madrugada, para estar delante de la parada del minibús "airport express" a las cinco menos diez. José estaba terminando de preparar su equipaje cuando me sorprendió con la siguiente pregunta:

"Isa, ¿tienes los billetes?"

"No, te los di cuando estábamos en la agencia, ¿no te acuerdas?"

"¿Y dónde están ahora?"

"Pues estarán donde los guardaste" – oh, oh, mal asunto…

José acababa de recordar que los billetes estaban guardados en la guía Lonely Planet de Tailandia. La guía estaba guardada en la bolsa de plástico que compramos el día antes en una tienda de Khao San. La bolsa de plástico estaba guardada en el "Secret Garden", un negocio llevado por israelíes, que ofrece toda clase de servicios para viajeros: restaurante, locutorio, ciber café, agencia de viajes y custodia de equipaje. Por 10 bahts al día (los tres primeros días gratis), nos habíamos quitado un buen peso de encima (libros, cortavientos, vaqueros, zapatos y exceso de ropa). De esta manera, pensábamos viajar más ligeros por Camboya, Vietnam y Laos, recuperando el equipaje a nuestro regreso a Bangkok sobre el 20 de abril.

Pequeño momento de crisis. Los israelíes del jardín secreto no abrían hasta las ocho de la mañana, hora a la que despegaba nuestro avión a Siem Reap. Primer marrón del viaje.

José se mostraba optimista (eran billetes electrónicos, seguro que con el número de pasaporte consiguen localizar el identificador de nuestros billetes) y yo, preocupada (esto es Tailandia, los thai son amables pero no muy espabilados, vete a saber en qué embolado nos estamos metiendo).

Mi preocupación fue in crescendo a medida que pasaban los minutos y no llegaba el minibús. Mejor dicho, el minibús estaba ahí plantado, pero sin conductor. El tío se había quedado dormido. Una tailandesa, de metro y medio de estatura y cara de pocos amigos, fumaba cigarrillo tras cigarrillo y despotricaba algo ininteligible en su móvil. Imagino la conversación: "¿Dónde te has metido? Aquí estamos todos esperándote, llevas ya media hora de retraso. Seguro que has estado de copas ayer por la noche, como si lo estuviera viendo. Pues ya puedes estar aquí dentro de cinco minutos, porque yo no pienso cubrirte más el culo ¿te enteras?". La tailandesita nos miró enervada y dijo que el conductor estaría aquí en cinco minutos.

Unos diez minutos más tarde, nos llegó un tío de unos veinte años (aunque eso de ponerle edad a un asiático es como tirar dardos con ojos vendados), descamisado y con sonrisa bobalicona. La tailandesa lo fulminó con la mirada.

Rápidamente, tiraron nuestro equipaje sobre el techo del minibús (o más bien debería de llamarlo furgoneta, pues solo tenía capacidad para unas diez personas), nos hicieron subir al auto y el tío arrancó en lo que ilusamente creíamos fuese dirección al aeropuerto. Empezó la turné de las paradas: los viajeros que compraron el billete en su hotel o a través de agencia de viajes, tenían servicio de recogida en el hostal. Tres paradas más tarde, ya estábamos al completo. Volvimos a ver a la tailandesita de antes, que le dijo algo al chaval mientras casi le clavaba el dedo índice en el ojo. Por el tono, deduje que le decía algo así como "ya puedes apretar el acelerador, so imbécil, que esta gente tenía que estar en el aeropuerto a las seis, ¡luego hablamos!". Portazo y salimos disparados, esta vez sí, en dirección al aeropuerto.

Unos veinte minutos más tarde, José, que siempre se cosca de todo, me dijo: "¿te has fijado en las señales que hacía la tía del coche que nos ha adelantado?". Por lo visto, nos había adelantado una paisana, haciéndole señas a nuestro conductor de que algo estaba mal con la carga de mochilas en el techo.

El tío cogió una salida de la autopista, se paró en el arcén durante unos segundos, estiró un poco la red que sujetaba las mochilas y volvió a salir follado para la autopista. Sobre las seis y cuarto llegamos al aeropuerto. Salvo mi mochila, que decidió prolongar su estancia en Bangkok.

"My backpack, you lost my backpack! Do you have a mobile phone to call your agency?" – el chaval ni tenía móvil, ni entendía papa de lo que le estaba diciendo, pero sí sabía que había vuelto a meter la pata hasta el fondo. Se le notaba nervioso, daba vueltas, parecía esperar algo y no se sabía muy bien el qué, si un milagro o una inspiración divina. Me entraron ganas de poner en práctica mis cuatro nociones de Krav Maga. "What are we waiting for? You have lost my luggage and now we have missed our plane. Take us back to Khao San, NOW!"

En Bangkok, la tailandesa que nos vio llegar de vuelta con el maromo, se echó las manos a la cabeza. Con un cruce de miradas, ya entendió lo que había pasado. La chavala, todo lo contrario que nuestro chófer, tenía mucho nervio y era de armas tomar. Mientras él se comía un helado, medio escondido detrás de su vehículo, ella se puso a fumar cigarrillos y a hacer llamadas con su móvil: primero a la aerolínea, luego a su jefa. Todo ello a la par que atendiendo llamadas en la línea fija, vendiendo tickets y despachando a un turista británico en estado de embriaguez. Pequeña, pero matona.

Una media hora más tarde, teníamos resuelto el problema de los billetes de avión. Nos pusieron en el vuelo de las siete de la tarde, sin cargo alguno. En cuanto a la pérdida de equipaje, tuvimos que negociar un precio.

En una hoja, calculé el precio de mis pertenencias, redondeándolo por lo bajo a unos 13.000 bahts. Para Too, la dueña del negocio, esa cifra era demasiado importante. Con voz melosa y mirada honesta, me dijo que lo sentía mucho, que quería compensarme, pero que no podía ofrecerme tanto dinero. Llegamos a un trato. Me daba 5000 bahts, 4000 ahora y 1000 en abril, si mi mochila no aparecía hasta entonces. También nos compró las guías Lonely Planet de Vietnam y Laos, que habíamos comprado la noche antes y que cargaba en mi mochila. Nos llevó a su restaurante, donde pudimos dejar el equipaje de José mientras íbamos de compras. Too nos acompañó a todas partes, buscando las tiendas más económicas y tratando de negociar un mejor precio para nosotros. En una de esas tiendas, quise regatear el precio de una camisa blanca de algodón, bajándola de 150 a 120 bahts. Too le explicó a la vendedora que esa mañana había perdido mi equipaje con toda mi ropa y la buena mujer se negó a coger mis 120 bahts. Insistió en regalarme la camisa: "si tú lo has perdido todo hoy, yo puedo hacer esto por ti". Estas cosas son las que me hacen pensar que los momentos malos a veces han de ser bienvenidos, pues en ellos es cuando mejor resplandece la bondad del ser humano.

En fin, después de sudar mucho y poner cara de lástima en muchas tiendas, acabé con una mochila nueva de auténtica imitación (de esas que después de dos semanas están para el arrastre), seis o siete prendas de vestir (de las que la mitad no me valen, pues en los mercadillos callejeros no hay probadores), tres braguitas (que me aprietan), sandalias (que me hacen llagas), medicinas y productos de aseo personal, un cargador de pilas, y la moral por los suelos.

Me consuelo pensando que podría haber sido peor. No he perdido ni los billetes de avión, ni el pasaporte, ni tarjetas de crédito, ni dinero, y una pequeña porción de mi vestuario se quedó a salvo en el jardín secreto de los judíos (todavía podré lucir mis cuartos de luna en el bikini verde brasilero). Lo que más me duele es haber perdido mi diario de viaje, en el que conservaba algunos recuerdos, entre ellos la tarjeta de visita de Phurpa y la dirección de la familia de Langkawi, que ya nunca recibirá sus fotos.

Too se pasó el día tratando de compensarnos, ofreciéndonos bebidas y comida. Yo casi no probé bocado. Con tanto disgusto, tanto calor y tanto trajín, no tenía nada de hambre. El apetito me volvió al final de la tarde, cuando ya estábamos en el aeropuerto. Too nos había preparado unos sándwiches riquísimos, con queso, jamón, huevo frito, pollo y verduras, y me moría de ganas por meterle un bocado. En cuanto llegamos a nuestra puerta de embarque, saqué mi jugoso sándwich de su envoltorio y a la que fui a hincarle el diente, se me cayó la mitad al suelo. A estas alturas, yo ya había tocado fondo, así que, dejando unos trozos de pepino para las hormigas, recogí el resto del sándwich y me lo llevé a la boca.

"Bien", pensé para mí misma segundos antes de embarcar, "casi no tengo ropa y me como lo que se cae al suelo… ¡estoy preparada para Camboya!"

(Escrito por ella desde Siem Reap, Camboya, 27/02/07)

McDonald

¿Os acordáis de McDonald? No Ronald, sino Eng. Mi profesor de cocina de Singapur, hace ya un mes.

Parece mentira cómo pasa el tiempo. Ayer, en el autobús que nos traía desde Bangkok hasta Kanchanaburi, le hacía esta pregunta a José: "José, ¿te puedo hacer una pregunta?" (Pregunta preámbulo, que durante unos segundos tiene al Junior desubicado y en estado de alarma, como niño que presiente no tener pie en la piscina y busca desesperadamente algo a lo que asirse) "Llevamos viajando un mes, ¿cómo se te ha pasado el tiempo?" (Uf, falsa alarma, mi niño vuelve a sentirse a salvo) Contesta como el rayo: "Volando".

Pues sí, como se nos pasen los diez meses restantes así de rápidos, dentro de nada ya estamos en casa… aunque, la verdad, yo firmaría para que esos diez meses sean tan buenos como el que acaba de escapársenos. En un mes que llevamos trajinando, todavía no hemos tenido una intoxicación alimenticia, todavía no nos hemos puesto realmente malitos (no nos ha picado el mosquito tse-tsé, ni hemos pillado la dengue), el Junior todavía no se ha mareado en el autobús (ni en el ferri, ni en el barco, ni en el taxi), todavía no nos hemos tirado los trastos a la cabeza, todavía no hemos perdido nada, todavía no nos han robado y, si nos han timado, todavía no nos hemos dado cuenta. Como diría Borat, "great success".

Bueno, volvamos al McDonald, a ver si al menos puedo cumplir una de mis dos promesas. La primera, os la hice desde Melaka, y consistía en contaros mis experiencias culinarias en Singapur. La segunda, desde Koh Lipeh, en que este texto sería corto. Pues venga, a cortar el rollo.

A las ocho de la mañana empezaba el cursillo en la academia "Sun-Rice", en el Fort Canning Centre. Este sitio no me quedaba precisamente cerca del hostal, así que me pillé un autobús y sólo llegué un par de minutos tarde. Ya estaban todos mis compañeros esperándome: dos señoras muy británicas (amantes del té y de la botánica), un matrimonio de abogados americanos afincados en Micronesia y Alison, una chica del Bronx que ahora vive en Corea y que fue mi pareja durante las prácticas.

McDonald Eng nos ofreció unos paraguas para que le siguiésemos por el jardín de especias. La lluvia me resulta familiar y refrescante, con lo que el pequeño paseo se me hizo aún más grato. Las británicas también estaban encantadísimas, todo les parecía "requetelovely" e hicieron muchas fotos del jardín. Eng nos deleitó con sus conocimientos sobre plantas y especias. ¿Sabéis de qué color es la planta del curry? Si vuestra respuesta ha sido amarilla, roja o azul, por favor leed la respuesta correcta a pie de página.

Después del paseo y de un pequeño tentempié, nos sentamos a observar las demostraciones del chef. En poco más de media hora consiguió cocinar cinco platos, a la par que dar explicaciones y contestar a nuestras muchas preguntas, todo ello sin perder la sonrisa. Qué ejemplo de autocontrol.

"McDonald", se lanza una inglesa, "en mi país no es fácil encontrar hojas de bananero, ¿qué podríamos utilizar instead?".

"Bueno, si no tenel hoja de bananelo, puede usal papel de cocina".

Arremete dos segundos más tarde, "McDonald, ¿podemos usar jengibre en lugar del galangal? En mi país, no tenemos galangal".

"Sí, jengible está bien, no como galangal, pelo palecido".

"McDonald, creo que tampoco encontraremos esta clase de nueces en nuestro país…"

"Bien, nueces no muy impoltantes, puede usal almendlas y no se nota nada".

"McDonald, ¿y qué podemos usar para reemplazar las hojas de laksa?".

"Señola", suspiró, "si usted no tiene hojas de laksa, no podel cocinal Laksa".
-

Ya no le hicimos más preguntas al bueno de Eng. Aunque el hombre seguía sonriendo, intuimos que nos habíamos pasado de la raya. Lo de las hojitas de laksa equivaldría a preguntarle al Arguiñano que cómo se pueden hacer los pimientos del piquillo sin pimientos.

Después de las demostraciones, nos tocó el turno de echar manos a la masa. En pocos minutos, realizamos un menú completo: entrada, plato principal y postre. El señor McDonald hacía lo posible por supervisarnos, pero esta tarea se le iba un poco de las manos. Y es que el abogado, único varón de la clase, dio mucha guerra: no sólo logró echarle sal al postre (y eso que teníamos todos los ingredientes ya preparados en su justa medida y envueltos en bolsitas individuales), sino que también se las ingenió para incendiar su hornillo. Sospecho que, de manera más o menos inconsciente, pretendía enviar un mensaje subliminal a su esposa. La abogada no dio muestras de asombro.

Tras apagar el incendio y acompañarnos durante la comida (sí, sí, el americano se tuvo que comer su postre salado), McDonald Eng nos entregó nuestros diplomas y se despidió de nosotros con su imborrable sonrisa. Ésta debía de ser genuina, de puro alivio al deshacerse de nosotros...

Colorín colorado, este cuento se ha acabado.


Solución: ¿Quién dijo azul? No hombre, no. La planta del curry, como todas las plantas, ¡es verde! El curry en polvo es amarillo, porque está mezclado con otras especias. De hecho, lo que menos lleva es curry.


(Escrito por ella desde Kanchanaburi, Tailandia, 22/02/07)

Adiós al paraíso

El Jueves fue el último día que pasamos en Koh Lipeh, en el bungaló, en Forra, en nuestra esquina ibizenca, en la playa de arena tan fina que parecía pasada por un tamiz. Si de mis palabras se desprende una cierta tristeza es porque no fue fácil decirle adiós a ese rinconcito del Mar de Adamán.

También fue mi último día del curso y si bien la inmersión de la mañana aún incluía ejercicios, la de la tarde fue más relajada. Aprovechando la hora larga de travesía de vuelta a la isla, tranquilamente sentado en la proa del barco, completaba y aprobaba el examen. Después, sentado junto a Donatien en Pattaya, mientras rellenaba en mi cuaderno de buceo los datos de mis inmersiones me prometía a mi mismo que esta experiencia no quedaría en una mera anécdota y volvería a bucear, en Koh Tao, Australia o Nueva Zelanda.

(Isa, toma nota, que tú aún no has contado lo de tu curso de cocina en Singapur ¡y yo en cambio ya he dado pormenorizados detalles de mi curso de submarinismo!)

Esa noche tiramos la casa por la ventana y decidimos no regatear en gastos para la cena. Ante mi alegre beneplácito ("¿pero tú sabes lo que nos va a costar la carne a la parrilla en el Pooh? ¡Con eso pagamos un día de alojamiento y una cena en cualquier otro sitio!") Isa eligió probablemente el restaurante más caro de la isla y ambos decidimos que la ternera que traian en barco desde el continente sería el plato principal, debidamente pasado por una parrilla, media vuelta para ella, carbonizada para mí. A veces, el dinero es lo de menos y que la cuenta, con una cerveza de 220 Baht capricho de un servidor, ascienda a 900 Baht no tiene importancia.

El viernes por la mañana fue el momento de volver a meter todas las cosas en las mochilas (bueno, en realidad solamente yo, porque Isa lo hizo la noche anterior), hacer cuentas con Ian (Antoine estaba en el continente por unos días) y después coger otro "long tail boat" que nos llevara hasta donde el barco que nos transportaría a Pakbara iba a atracar. Como ya dije en un post anterior, no hay puertos en la isla, los botes sencillamente se varan en la playa y los ferris anclan a unos cientos de metros de la costa. El viaje no fue directo, sino que se pasó por Tarutao para dejar a unos pasajeros y recoger otros, de modo que hasta la una de la tarde, después de unas dos horas y media, no llegamos a la costa.

Lo que nosotros vimos de Pakbara es básicamente una gran avenida bajo un calor asfixiante que termina en el puerto. Tiendas de recuerdos, un par de restaurantes, varios puestos callejeros y, naturalmente, agencias de viajes que gestionan billetes y estancias en toda Tailandia. Nos quedamos algo más de una hora hasta que, en la parte de atrás de una camioneta y acompañados de un par de tailandeses y otro viajero, hicimos un recorrido de unos quince minutos hasta la parada del autobús que nos llevaría a Bangkok.

Hubo otra espera hasta que llegó nuestro transporte y aproveché para comprar una botella de agua porque no estábamos seguros de que nos darían o se podría comprar (por si acaso en Pakbara había comprado patatas fritas sabor gambas asadas, cacahuetes sabor gambas y aperitivos sabor a gamba con chili para que hubiera algo de variedad) en el autobús para el que teníamos ni mas ni menos que 13 billetes y 2 vales de comida. Cuando llegó descubrimos que era la versión local de un ALSA Supra, con azafata (más bien regordeta), servicio de bebidas y aperitivos adaptados a Tailandia (una botella de agua mineral, una bandejita con tres pasteles tipo bizcocho bastante ricos, un brik de algo que parecía un refresco de soja, una bolsa de cacahutes salados sabor a gamba) y una manta.

¿Cómo que para qué queremos una manta si estamos en Tailandia, más cerca de los 30 que de los 25 grados de temperatura? Una de las características de un país en esta latitud es que en coches y autobuses el aire acondicionado siempre está en una de estas dos posiciones: fuerte o exageradamente fuerte. Por otro lado, si aún no lo he mencionado, el viaje desde Trang a Bangkok duraba 14 horas, saliamos a las tres y media y no llegaríamos hasta las cinco y media de la mañana, así que la manta era doblemente imprescindible.

Sorprendentemente paramos a las seis de la tarde para cenar (de aquí los vales de comida) aunque a nosotros no nos apetecía nada pero dedujimos correctamente que si cada uno tenía un solo vale es que el autobús haría una sóla parada, aparentemente en doce horas (afortunadamente, además de azafata y snacks también tenía baño). La cena la hicimos, al estilo tailandés viajero, en un "food stall". Creo que no lo he comentado aún pero en Asia se puede comer en restaurantes (al estilo occidental pero de ambiente y menú locales), puestos callejeros (tremendamente populares, son carritos motorizados, a pedales o de desplazamiento manual) o los llamados "food stalls" en los que se juntan varios puestos permanentes o desplazables y en la misma zona o bajo el mismo techo encontramos variadas o similares ofertas culinarias.

Comimos en una mezcla de restaurante y "food stall", sentándonos los viajeros juntos en dos mesas. Trajeron vasos y una jarra de agua y se repartió entre todos. Después un enorme recipiente con arroz que uno de los viajeros se encargó de ir llenando nuestros respectivos platos. Un camarero depositó en la mesa las cuatro opciones para esa tarde (una especie de sopa de pescado, un picantísimo plato de pollo, uno de carne picada y uno de verduras) y nos fuimos sirviendo cada uno a nuestro gusto. Media hora después, renaudabamos el viaje que, finalmente, no duró las esperadas catorce horas sino solo trece porque a las cuatro y media de la mañana del sábado nos bajábamos en la estación sur de autobuses de Bangkok.

Si nunca habeis estado tanto tiempo encerrados en un autobús sólo se pueden dar dos posibles situaciones a la hora de describir la experiencia. Si teneis suerte, aburrida. Si no, aburrida e incómoda.

Dado que el autobús era moderno, el aire acondicionado funcionaba, los asientos eran cómodos y bastante reclinables, no se sentó nadie delante de mí y que de las carreteras tailandesas no tengo queja, el viaje fue solamente aburrido.

Pero aún nos quedan muchos viajes en autobús y muchas más opiniones que compartir.

(Escrito por el en Bangkok, Tailandia, el domingo 18 de febrero de 2007)

Bambú (que no Bambi)

"Mira, total, tú el pie sólo lo utilizas para comer", me dijo Isa. Levanté la mirada de mi manual del curso PADI Open Water e interrumpí el estudio para dirigirle una curiosa mirada con la que pretendía que notara mi extrañeza y me aclarara ese cuanto menos curioso comentario. Es cierto que mis pies tienen una limitada capacidad prensil, como que también soy capaz de mover las orejas, pero ni una cosa me convierte en elefante ni la otra en mono. Obviamente se dio por aludida y matizó la frase "Lo que quiero decir es que sólo tendrás que salir de la cabaña para ir a comer". Ya, claro, como no eres tú la que tiene que ir cojeando con un corte de cuatro centímetros justo en la parte media de la planta del pie, pensé para mis adentros.

Dos días después de hablar con Antoine, nos mudamos del Lipe Resort en Pattaya Beach a Forra Bungalows en Sunrise Beach, donde nos instalamos en una enorme cabaña de bambú que nos dejó a ambos repitiendo lo mismo una y otra vez durante aquel día "cómo mola!", y "qué guapa". Elevada sobre el suelo, como es tradicional en la zona, un precioso porche daba acceso al espacio en el que se encuentra una gran cama que, cubierta con la imprescindible mosquitera, no deja de ser un cómodo colchón sobre una base de bambú y que también se eleva del suelo de la cabaña merced a cuatro pilares. Como si de una cama con palio se tratase, el techo no está directamente sobre ella sino que antes encontramos un amplio espacio en el que hay un colchón adicional, al que se accede mediante una robusta escalera, permitiendo de esta manera que cuatro personas puedan alojarse cómodamente. Y si además hay sacos de dormir, otras dos o cuatro personas podrían repartirse a los pies de la cama y a su lado, frente a la doble puerta.

Exceptuando la mencionada escalera y la cama, el resto de la habitación está despejada, salvo por una estantería que se prolonga a lo largo de dos tercios de una pared y que ha resultado imprescindible para poder vaciar nuestras mochilas y no vernos obligados a dejar nuestras cosas en el suelo. Tras el otro tercio de pared, justo enfrente de la cama, se encuentra la puerta que da acceso al baño, donde hemos de bajar unas escaleras (puesto que se encuentra al nivel del suelo) y nos encontramos la agradable sorpresa de que si bien la mitad está cubierto, la parte correspondiente a la ducha y el lavabo carecen de techo. Así es posible darse una ducha por la mañana mientras ves una pared de bambú y las hojas de una palmera que se mecen por el viento. Al caer la noche y disfrutar del frescor del agua resbalando por la piel, la vista se pierde (gracias a la ausencia de contaminación lumínica) entre las múltiples estrellas del cielo tailandés.

Hay azulejos verdes en la zona del lavabo y el baño está construido con suelo de baldosas y paredes de cemento sólo hasta un metro de altura. Exteriormente se oculta a la vista con el procedimiento de cubrirlo con el mismo material que el resto del edificio, el bambú. Nuestra cabaña no está pegada al resto ni la separan unos testimoniales centímetros. Gozamos los que nos alojamos en Forra Bungalows de la privacidad de varios metros cuadrados alrededor de cada una de las casas. Las construcciones no son paralelas, además, de modo que una imaginaria línea trazada desde el acceso a cada una encontraría a los lados otras cabañas pero ligeramente adelantadas o retrasadas.

Naturalmente el alojamiento no es barato. 700 Baht* por cabaña y noche. El precio es elevado, pienso mientras escribo con el portátil apoyado en una mesita que Isa ha traído desde el porche al interior para, con el ventilador reubicado justo en frente, convertir este rincón en nuestra zona para escribir (aunque en este lado de la isla solo hay electricidad de seis de la tarde a doce de la noche y un par de horas por la mañana, aproximadamente de ocho a diez). Pero merece la pena. Además ninguna isla es barata aunque sólo sea por el hecho de que todo, excepto los cocos, haya que traerlo en barco desde el continente. Una comida o cena cuesta aquí entre 120 (con agua o granizado) y 240 (con una cerveza Singha o Chang de 650 ml) Baht si comemos platos del menú o 340 si nos decidimos por una barbacoa con pescado o carne (y nos olvidamos de la cerveza, claro).

Como no hay servicio a domicilio, aunque todo está a no más de cinco minutos caminando, todos los días que no buceo voy cojeando cómicamente para desayunar, comer o cenar. ¿Cómo me hice el corte que ha motivado mi temporal cojera?. De una manera bastante tonta, como me suelen pasar a mí las cosas (como el accidente haciendo sandboarding en Huacachina).

Enfrente de nuestro antiguo alojamiento, en la playa de Pattaya, se veía que más allá de la orilla y antes de que comenzara el mar abierto, había un banco de arena que llegaba a la superficie y que creaba de la nada una playa alejada de la costa. Obviando las rocas del fondo y dado que el agua no llegaba ni siquiera a la cintura, me pareció una buena idea llegar hasta allí. Y por no ir con sandalias tuve la mala suerte de que de camino pisé de lleno no contra la blanda arena que yo preveía sino que al dar un paso perdí momentáneamente el equilibrio y mi pie fue objeto de las nada cariñosas caricias de una afilada piedra. No fue profundo y no sangré, pero desde entonces tengo un corte de unos cuatro centímetros de largo y uno de ancho justo en mitad de la planta de mi pie izquierdo.

Conforme a mi tradicional opinión sobre médicos y medicinas, lo único que le apliqué fue desinfectante y proseguí con mis actividades normales (nadar, pasear por la playa, iniciarme en el submarinismo, dormir la siesta en la hamaca del porche) sin permitir que ese contratiempo las alterara en absoluto, aparte de que las practicaba cojeando.

Ayer por la mañana, en el que iba a ser mi segundo día de buceo, le enseñé a Javier mi herida y este me recomendó que me la limpiara en seguida. Llamó a uno de los instructores, italiano, y éste se trajo rápidamente el botiquín. Ambos coincidieron en darle más importancia al asunto de lo que yo le había dado. El instructor aplicó desinfectante y con un bastoncillo con algodón en los extremos, procedió a limpiarme la herida de cuerpos extraños. ¿Algodón? Yo miraba con desconfianza porque parecía que me estaba raspando con papel de lija industrial. El dolor era tremendo, pues tenía que asegurarse de que no quedaba nada sobre lo que ya era piel en carne viva. Creo que fueron diez minutos los que dedicó metódicamente a esta labor pero a mí me pareció bastante más. Javier me enseñó un pequeño corte que tenia en la parte baja de la pierna, poco antes del empeine y me comentó que ahora se estaba curando pero que antes, por dejarlo como estaba haciendo yo, una mañana se levantó y se había extendido, multiplicando por cuatro el diámetro de la herida.

Cortes y raspaduras que en Europa no tienen mayor importancia hay que tratarlos con cuidado aquí, pues el clima, la temperatura y la presencia de estafilococos pueden complicar la herida más diminuta. Además, la arena está llena de restos de corales que, como organismos vivos que fueron, pueden empeorar más la situación.

Aunque, para ser sincero, no es que yo tenga mucho más cuidado ahora, la verdad…

*Cambio oficial en la isla, 1 Eur = 43 Baht, ergo 700 Baht son 8,14 Eur por persona y noche en nuestro caso

(Escrito por el en Koh Lipeh, Tailandia, el miércoles 14 de febrero de 2007)

Open Water

Volviendo al tema del buceo, que es lo que ha prolongado nuestra estancia en esta paradisiaca isla de los dos días iniciales hasta los ocho que habrán pasado cuando nos encaminemos a Bangkok, como ya he comentado en Singapur tuve mi primera experiencia de buceo pero aquella media hora me supo a poco. Por eso me he apuntado en Forra para sacarme el PADI Open Water, el segundo nivel (el primero es el PADI Scuba Diver) de la estructura de la internacionalmente reconocida Professional Association of Diving Instructors. La noche del sábado Antoine me dio el libro de texto que me tenía que estudiar y como alumno aplicado que siempre he sido, Isa y yo nos fuimos del bar para cenar en un restaurante en el que proyectaban al aire libre "The Departed" (tenía una cuenta pendiente con esa película de Scorsese: estaba en el menú audiovisual del vuelo de Quantas de Frankfurt a Singapur pero no conseguí ver el final). De vuelta a la habitación, casi a las once, Isa escoge preparar la mochila porque nos mudábamos a la mañana siguiente y a las diez yo salía de Forra, y yo elijo preparar la mochila antes de desayunar y ahora leerme el capítulo 1 para no llegar sin tener ni idea y no pararme ante un tanque de aire y preguntar "¿eso se pone a la espalda o por delante?".

Después de desayunar hay que buscar un taxi, es decir un bote que nos lleve de un lado a otro de la isla. El chaval que lleva el asunto es majete pero me dice que tiene todo comprometido y que tiene que llevar turistas a otra isla y no hay sitio pero me aconseja que pregunte en White Moon, un chiringuito unos metros más allá. Y antes de agradecérselo y seguir sus indicaciones me hago una foto con él porque luce orgullosamente… ¡la camiseta de la selección española de fútbol!. Charlo unos minutos con él pero se me echa el tiempo encima así que a buscar el taxi, como ya he dicho.

Me acerco al chiringuito y veo a tres nativos fumando sentados en sillas de plástico, a dos un poco más atrás atareados con la misma actividad y a la derecha, otros dos que curiosamente no están sentados ni fumando. Me acerco al primero de los tres y le explico que necesitamos un bote para ir de Pataya a Sunrise y llevar a dos personas con su equipaje y que si el nos puedo ayudar con eso.

Entonces se obra el milagro y descubro que por unos minutos soy capaz de entender el tailandés y además con acento del sur del país. Reproduzco a continuación el diálogo que, a juzgar por la entonación, los gestos de las manos y el lenguaje corporal, se produjo dentro del grupo:

(mi interlocutor) "joeeeer…las nueve de la mañana y ya viene uno a darnos trabajo"

(el segundo) "¿Qué pasa? ¿Qué ha dicho el tío ese que está colorado como un tomate?"

(el tercero) "No te enteras de nada, que quiere que lo lleven en bote"

(mi interlocutor) "Pues venga, que lo lleve alguien"

(el segundo) "Yo no, que estoy aquí ocupado con mi cigarrillo y mirando a las turistas blancas"

(el tercero) "La última vez fui yo, a mí no me lieis que es muy temprano"

(mi interlocutor) "No empecemos, coño, que vaya alguien, que si no este pavo no nos deja descansar a los demás"

(el tercero) "Joer, yo he dicho que NO voy, que ya fui la última vez, anteayer"

(el segundo) "Pues yo no voy!!"

(mi interlocutor) "Pues tú vas, y no me calientes más que te meto una yoya que vas a flipar"

(el segundo) "Con lo a gusto que estaba yo" y se levanta refunfuñando.

Mi interlocutor me confirma que me va a llevar el que se ha levantado y mientras él va a preparar su bote yo me voy riendo a buscar a Isa y las maletas. He de aclarar que yo sonreí educadamente durante toda la conversación y que ellos, cuando se dirigían a mí también sonreían los muy vagos. Si es que el calor es lo que tiene, que no anima a hacer esfuerzos…

Una vez llegados a la playa e instalados en la cabaña yo me despido de Isa como si no fuera a verla nunca más (le doy mi pasaporte, una bolsita con dinero y el cinturón monedero con tarjetas de crédito y el resto del dinero) y me voy a Forra. Lo primero, elegir el equipo, un traje corto de neopreno que no deja lugar a la imaginación de ceñido que es, después una máscara que se ajuste correctamente a mi rostro (nariz incluida) y un "snorkel" (¿esnórquel en español?), luego un BCD (Buoyancy Control Device, Dispositivo de Control de Flotabilidad, básicamente un chaleco que se infla con aire de la bombona y se desinfla a voluntad para mantener una flotabilidad positiva o neutra, según se requiera), unas aletas (parezco un payaso con ellas y soy incluso más torpe), un regulador (también básicamente, el dispositivo que lleva el aire del tanque al regulador – lo que se pone en la boca y permite la respiración subacuática), y ya está.

Media hora después llega un bote que nos lleva al otro lado de la isla, a Pataya, para recoger al resto de buceadores y más equipo (hay otra cabaña de Forra en ese lado).Cuando todo está en el bote, nos alejamos de la orilla en dirección a un barco fondeado en aguas más profundas que es el que nos llevará al punto de inmersión, a unos cuarenta minutos de distancia de Koh Lipeh. En mi grupo hay otras tres personas que también se están sacando el mismo título, una pareja suiza y un tipo enorme, André, que viene de Praga. Siguiendo las indicaciones del instructor (Donatien, el delgado y rubio francés que con su novia Pascale llevan el otro Forra) comenzamos a prepararnos pues nos estamos acercando ya. Enganchamos el tanque de aire (que no oxígeno) al BCD, conectamos y comprobamos el regulador, mojamos las máscaras y escupimos en ellas (no es una tradición ni un gesto de gallitos, es que la saliva impedirá que se nos empañen bajo el agua), nos ceñimos (sobre todo en mi caso, que parezco una morcilla) los trajes de neopreno, nos aproximamos a la popa del barco donde hay una plataforma a ras del agua, me coloco torpemente (¿qué esperabais? Es mi primera vez) las aletas y el instructor me dice que salte el primero. Me pongo el regulador en la boca y comienzo a respirar a través de él, la mano derecha sobre la máscara para evitar que se suelte con el impacto contra la superficie, tal y como me ha indicado, adelanto la pierna derecha como si fuera a dar un paso más grande de lo normal o como si fuera un militar en un desfile y…

…ya estoy en el agua pero no en una piscina o en un tanque sino en mar abierto. Inflo ligeramente mi BCD para flotar con comodidad, me quito el regulador y para ahorrar oxígeno respiro usando el tubo acoplado a la máscara. Cuando todos estamos en el agua y el instructor comprueba que no hay nadie con problemas físicos o en el equipo, da la misma señal que los emperadores romanos al gladiador en la arena, el puño cerrado, el pulgar hacia abajo. Desinflamos nuestros BCDs y nos dejamos caer lentamente al fondo, a seis metros de profundidad.

Tal y como nos comentó anteriormente en el barco, allí haremos ejercicios para practicar procedimientos de emergencia, como quitarnos la máscara y volver a ponerla, vaciándola de agua mediante el método de mirar hacia la superficie, apretar la parte superior de la máscara y expulsar aire por la nariz que empujará el agua fuera, también quitarnos el regulador de la boca y dejarlo caer para, sin mirar, recuperarlo y volver a respirar a través de él. También que se siente cuando no hay aire que respirar: el monitor se coloca a tu lado y cierra la válvula del tanque de oxígeno, tú continúas respirando una, dos veces…y de repente no sale nada. Le haces nerviosamente la señal que significa "sin oxígeno" y él rápidamente vuelve a abrir la válvula. Solo pasan dos o tres segundos desde que no puedes respirar hasta que las tranquilizadoras burbujas de aire exhalado vuelven a hacerse presentes y no llegan a ser angustiosos pero sabes que estás a seis metros de profundidad y no al aire libre y eso acongoja un poco.

La mayor parte de la inmersión la dedicamos a eso y después, por fin, una pequeña ruta en la que, sin olvidar los fundamentos (nunca aguantar la respiración, no acercarse demasiado al fondo: la vida marina es frágil) podemos disfrutar del espectáculo que nos ofrecen los corales y sus habitantes: pulpos, caballitos de mar, anémonas (he visto no sólo a un Nemo sino a muchísimos) y peces, de todos los tamaños y colores, grises, azules, rojos, verdes, estilizados, gordos, delgados, pequeños, de casi medio metro…55 minutos pasan volando y hemos llegado a estar a nueve metros.

Por la tarde hacemos una segunda inmersión pero más corta pues otro buceador tuvo un problema con su equipo, nada serio pero la prudencia es la principal regla a seguir cuando uno quiere disfrutar del mar. Apacible a veces, irascible otras, nunca puedes estar seguro de con qué humor te recibirá o despedirá el océano.

El programa del curso incluye tres días de buceo y además clases teóricas. Podrías dedicarle sólo tres días a todo pero salimos a bucear a eso de las diez de la mañana, comemos en el barco, y no volvemos a la isla hasta las seis de la tarde con lo que no quedaría mucho tiempo para estudiar los cinco temas así que la mayor parte de la gente hacemos el curso en cinco días para dedicarle un par de ellos a la teoría. Pasado mañana será mi tercer y último día de inmersiones y cuando volvamos me queda el examen. Son cincuenta temidas preguntas que, si consigo contestar correctamente (un poquito de ayuda divina, por favor), me darán más que un título o un carnet. Me dan la llave a un mundo de ingravidez y vida, de colores y movimiento, de maravillas y novedades por descubrir en mis futuras inmersiones.

Dedicado a mi amigo Sergi, que también ha estado allí abajo.

(Escrito por el en Koh Lipeh, Tailandia, el martes 13 de febrero de 2007)

Cerrado por exceso de vacaciones

Cantábrico. Mediterráneo. De Irlanda. Báltico. Negro. Caspio. De Barents. Rojo. Muerto. Egeo. De China. Del Japón. De la Tranquilidad. Bueno, ese está en la luna pero, salvo que me falle la memoria, esos son todos los mares que conocía hasta hace tres días en que uno nuevo se sumó a la lista, el Mar de Adaman. Tal vez no se llame así en español porque sólo he visto su nombre en inglés, Andaman Sea. Se encuentra situado al Norte de la isla de Indonesia y al Sur de Tailandia, en su costa occidental y cerca de la frontera con Malasia. En esa zona se encuentran algunas de las islas más bonitas, conocidas y turísticas de este país asiático. Phuket, Koh Phi Phi, Koh Tarutao o Ko Lanta son nombres que aparecen regularmente y con total certeza en folletos de tour operadores y en lugar destacado en las agencias y libros de viaje.

Pero junto a esos lugares turísticos y conocidos, refugio tanto de parejas y familias como de ese otro tipo de turistas, especialmente inglés, que buscan sol, playa, alcohol y sexo fácil o barato, también coexisten otras islas menos conocidas y que aún ofrecen tranquilidad, relax y calma para los que huimos de las vacaciones estereotipadas y los viajes organizados.

Hace dos días abandonamos la isla de Langkawi en Malasia para venirnos a una de esas perlas, la isa de Lipeh (que también aparece en carteles y mapas con otras grafías Koh Li Pe/Koh Lipeh/Lipeh/Lepae/Lee Pae). Palmeras hasta el borde de la playa, aguas cristalinas con multitud de variantes de los colores verde y azul, una población nativa de algo más de seiscientas personas, menos de tres kilómetros cuadrados de extensión, sin coches ni carreteras, cubierta de jungla, recorrida por una serie de estrechos senderos que permiten ir de un extremo a otro en unos 25 minutos de paseo…No es La Isla de Di Caprio pero es una buena aproximación. No hay hoteles, incluso los resorts que ofrecen el alojamiento más caro lo hacen en bungalows con vistas al mar sino directamente a unos pocos metros de la playa. 50 metros en línea recta separan nuestra espaciosa cabaña de una arena blanca y fina como polvos de talco.

Y para contárselo a los amigos hay Internet, pero es vía satélite y cuesta la friolera de 130 Baht (2,95 Eur) los 30 minutos así que sólo lo hemos usado la media hora justa que necesitábamos para reservar el hotel de Bangkok, nuestro siguiente destino, y decirle a la familia que estábamos bien pero básicamente aislados. De hecho la isla no tiene ni un solo puerto en el que atraquen los barcos de pasajeros, aunque aquí el ferri es más bien una lancha rápida que bajo cubierta podría transportar un máximo de unos cien pasajeros y que nunca viene lleno. Cuando fondea a unos centenares de metros de la costa, es recibido por un grupo de largos botes de madera a motor, tradicionales en la zona, que se encargan de transportar a los recién llegados y sus equipajes a la playa de su resort, por 50 Baht por persona.

Pero más vale que vengan con la batería de su cámara de fotos cargada porque en los resorts de la zona sólo hay electricidad desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana.

Vinimos para sólo dos días (nos la recomendó un inglés afincado en Ibiza que cierra su negocio y recorre el mundo durante meses cuando en esa isla es temporada baja) y hemos decidido extender nuestra visita otros seis. Como recordaréis, una de mis resoluciones era conseguir la titulación PADI Open Water, el nivel de entrada en el mundo del submarinismo. Originalmente íbamos a hacerlo en otra isla pero ésta nos ha encantado tanto que hemos preguntado precios en las varias empresas (es decir, cabañas con cartel) que hay por aquí y nos hemos decantado por FORRA Diving (aquí me imagino que en Dublín los Siths se están riendo y se oyen gritos de Juniooooor! Forraaaaaaaaa! en los pasillos de Bisys y Merryl Lynch, ¿eh, Sergi, Charrua, Mel, David, Manu?), tras la recomendación de Javi y Elena, los primeros españoles con los que coincidimos en tres semanas de viaje. Ellos llegaron ayer a Koh Lipeh junto con, por lo visto, más gente de Ibiza. No estamos muy seguros de a qué se dedican pero todos los años tienen tres o cuatro meses de vacaciones o lo que quieran. Yo le digo a Isa que esa cantidad de días de asueto y trabajar en Ibiza significa que se dedican a la hostelería, son hippies con un puesto en la playa o trabajan en algún otro negocio que sólo funciona a toda máquina en temporada alta. Y Febrero no es temporada alta en Ibiza, ¿verdad?

Nos hemos enterado de que la isla ha puesto el cartel de "Completo". Hoy no han permitido que saliera de Satun (en la costa de Tailandia) el ferri que hace el trayecto diario hasta aquí porque no queda ni una habitación disponible para alojar a nadie. Las plazas son limitadas y siempre se juega con que hay gente que se va y que deja una cabaña libre pero por lo visto ayer por la noche hubo problemas con los alojamientos y hoy está todo completo. Así que, literalmente, Koh Lipeh está cerrada por exceso de turistas de vacaciones.

Nosotros estamos alojados en un bungalow "Thai Style" en la costa Sur, en el Lipeh Resort, en frente de la playa de Pattaya. Pero queremos mudarnos porque es impersonal y muy caro (750 Baht habitación y desayuno), la playa no es muy "nadable" (no hay manera de meterse en el agua y que te cubra por encima de la cintura sin recorrer trescientos metros) y FORRA Diving está en la costa Norte, a 25 minutos andando de aquí y a sólo quinientos metros de una cala estupenda.

Esta mañana a las nueve hemos visitado varios resorts pero todo estaba completo así que el mal menor será alojarnos en uno de los bungalows de bambú de FORRA que, desgraciadamente, no están en la línea de la playa. De todos modos, tendremos un 25% de descuento porque ya que me gasto 12000 bahts en el manual, las seis inmersiones y el titulo, Antoine (el francés que gestiona el rentable negocio) tenía que estirarse un poco. Y hemos de dar gracias porque sino nos veíamos durmiendo en tienda de campaña (se alquilan, por 100 Baht la pequeña y 150 Baht la grande, en uno de los resort que también tiene una playa estupenda y, como no, esta a 25 minutos andando de donde yo haré el curso).

Ayer Antoine me explicó en que consistía el curso, las prácticas, que bucearíamos en arrecifes de coral, que estaría a un máximo de 18 metros de profundidad ("¿disculpe? ¿eso quiere decir que hay 18 metros de agua sobre mi cabeza? ¿Qué si me descuido y bajo a más profundidad luego tengo que subir por etapas para evitar una peligrosa descompresión súbita?"), que haríamos ejercicios en los que me prepararía para emergencias como perder mi máscara (la pienso atar con cinta aislante, vamos) o quedarme sin oxígeno (¡glups!), etc.

Una de las preguntas que me hizo fue si me sentía cómodo nadando unos centenares de metros en mar abierto o teniendo la cabeza bajo el agua. Yo contesté con rapidez que sí y por el rabillo del ojo vi que Isabel ponía cara de incrédula y giraba la cabeza en mi dirección, como diciendo "Pero si tú sólo sabes nadar treinta segundos seguidos y además estilo perro. Encima, tú sólo estás cómodo cuando te haces el muerto, boca arriba".

Después, ya a solas hablamos sobre el tema y le aclaré que había habido una confusión, que ella lo había entendido mal. Obviamente el que va a ser mi instructor se refería a si yo estaría cómodo en bañador en mar abierto. Yo, obviamente respondí que sí puesto que es una prenda que te permite una amplia libertad de movimientos y pensé que incómodo, lo que se dice incómodo, estaría si me encontrara en mar abierto con, por ejemplo, un traje de flamenca que no es lo más adecuado para esas circunstancias.

Pese a mi concienzuda explicación Isabel lleva desde ayer diciendo lo mismo: 18 metros, 18 metros, 18 metros…y mirándome con cara de viuda, no sé porqué.

(Escrito por él en Koh Lipeh, Tailandia, el 10 de febrero de 2007)

Últimos días en Malasia

Afuera lucía el sol y la temperatura era agradable. Dentro del barco, el aire acondicionado hubiera hecho estornudar a un pingüino. Pero sólo si el pobre animal hubiera conseguido sobrevivir al tremendo ruido que nos acompañó durante todo el viaje desde Georgetown, no cesando hasta que por fin atracamos en el puerto de Langkawi.
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Estamos tan al Norte de Malasia que esto casi es Tailandia. Como en cualquier isla que se precie, todo es más caro que en el continente (internet se dispara a 5 RM la hora, casi el doble que en Malacca o Kuala Lumpur), el cambio es peor, en las playas florecen los biquinis y el pescado es delicioso. Nos instalamos en Cenang donde disfrutamos, si no para nosotros sí con muy pocos bañistas y adoradores del sol, de 2 km de playa con una arena tan fina que parecía harina. El primer día nos lo tomamos con tranquilidad, alternando el tumbarse en la arena con los baños en el cálido mar (contrariamente a lo que ocurre en otras islas tropicales donde por mucho que camines no consigues que el agua suba de la cintura, aquí, afortunadamente a 100 m de la orilla ya cubre hasta el cuello y se puede nadar) y lo finalizamos con una cena en la playa, a pocos metros de donde unas mansas olas se quebraban sin violencia alguna.

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Entre las bebidas de la carta no se encontraba la cerveza, algo que se podía relacionar con que todas las empleadas ocultaran su pelo y cuello bajo un pañuelo, conforme a la costumbre musulmana. Cuando pregunto, el dueño me anima a que me compre una en el supermercado y me la traiga a la mesa, que eso no es ningún problema. Lo hago en el segundo establecimiento en el que entro (el primero también es musulmán y tampoco tienen alcohol a la venta) donde me compro una lata de 500 ml de Heineken por 4 RM, menos de un euro. Es lo que tiene la cerveza importada, un precio prohibitivo.
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Al día siguiente decidimos alquilar un ciclomotor para recorrer la isla. La decisión de quien conduciría no fue fácil pues ambos queríamos que lo hiciera el otro. Para solventar el empate técnico se recurrió, como en las oposiciones y los fallos de los concursos, al apartado de méritos. Yo aduje que, mientras no tengo inconveniente y hasta me gusta conducir coches, sólo había estado a los mandos de un ciclomotor en una ocasión, durante menos de tres minutos, cuando corría el año 92 y yo casi corro en dirección a un coche (obviamente la dueña de la vespino decidió que un susto era bastante y quedé relegado a mero acompañante, pero así eran de sorprendentes los locos años noventa, con una Expo al calor de Sevilla, Juegos Olímpicos en Barcelona, financiados por Madrid, y mujeres que toman decisiones).
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Isa adujo que la única vez que condujo un ciclomotor se cayó del mismo, así que acabó ganando ella y fue mi nombre el que figuró como conductor del que alquilamos en Cenang.
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La verdad es que nos lo pasamos genial y conforme hacíamos kilómetros aumentaban mi destreza y mi confianza en mis dotes al volante o más bien al manillar. Ante nosotros se ofrecían extensiones de campo cuyo único cultivo es el arroz. Búfalos de agua refrescándose del tremendo calor gracias a la inmersión casi completa en charcas. Hileras de altas palmeras bordeando los arrozales. ¿Vietnam? No, Malasia, Pulau Langkawi.
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Las carreteras resultan ser estupendas y con un tráfico más ordenado, nada que ver con el caos que vimos en Georgetown. Con 10 RM llenamos el depósito de nuestra moto (a 1.92 RM el litro de gasolina, eso es menos de 50 céntimos) y tenemos 500 Km2 que descubrir por delante. Observo que muchos de los motoristas con los que nos cruzamos conducen con la chaqueta puesta del revés, con la parte de la espalda por delante, al estilo de aquellos protectores que se veían en las motos de España hasta entrados los años 70, abiertos por detrás.

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La primera parada la hacemos para subir a "Seven Wells", un conjunto de cascada y pozas que se pueden recorrer deslizándose entre una y otra. Para llegar a ellas se sube una escalera con la friolera de 648 escalones. Lo de "friolera" obviamente no es literal porque tras los primeros diez pasos ya estamos ambos sudando. Pero llegar arriba merece la pena y uno se perdería en la jungla encantado. De hecho, eso es lo que hace Isa. Después de un rato, bajo a donde está aparcada la moto y, mientras la espero, me hacen compañía un grupo de monos perfectamente acostumbrados a la presencia humana.
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Recuperada la novia y dado que se nos echa el tiempo encima, nos vamos a buscar el punto más alto de la isla, pero no podemos hacerlo sin volver a pararnos en un pueblecito de pescadores y sin que Isa, llevada por su pasión por hablar con los nativos, vuelva a desaparecer una vez más.

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Cuando encontramos el pico en cuestión, después de una laboriosa subida digna de un puerto de montaña, nos encontramos que unas instalaciones aparentemente de seguimiento de satélites obstruyen la vista. Por doquier se multiplican los carteles de advertencia "Alto", "Prohibido el paso", "Sólo personal autorizado", "Solicite identificación en el puesto de control". No hay barrera que no se franquee con un poco de voluntad, buena suerte y valor. Y, en este caso, por ser del Real Madrid. Efectivamente, uno de los guardias de seguridad es seguidor de ese equipo y después de una charla sobre el gordo Ronaldo, el Beckham que se nos va y cómo buenos jugadores en el Farsa resultan ser mediocres en el Madrid, nos encontramos sonrientemente invitados a subir a la terraza, el único punto exterior desde el que se atisba algo de la isla (aunque no mucho).
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Ha anochecido cuando comenzamos a descender y entonces compruebo, entre divertido y asustado, que las luces en los vehículos sirven sólo para avisar a los que vienen de frente, no para iluminar (y, por otro lado, no hago más que parpadear rápidamente para evitar que algún mosquito me ciegue temporalmente).
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Tras devolver la moto y volver al motel, compruebo que he cogido color (rojo), a parches, donde el sol me ha dado mientras conducía la moto. Donde es más evidente es en los pies, pues cuando me quito las sandalias parece que sigo con ellas puestas, pero de color blanco. A la mañana siguiente vamos a abandonar Langkawi y Malasia para ir a Koh Lipe y Tailandia, pero esa noche no dormiré mucho. Los chinos de la 107 resultan ser unos ruidosos de mucho cuidado. Hablan en voz alta y tienen la televisión a un volumen acorde hasta la una de la mañana, que salen.
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A las cuatro de la mañana nos despiertan al volver a su habitación y vuelven a hacer lo mismo, hasta que nosotros golpeamos la pared (casi de cartón) y los de la habitación del otro lado, la 106, les dan también la bienvenida. Yo estoy desvelado y pese al madrugón que nos espera no consigo conciliar el sueño, así que salgo a dar un paseo por la playa y allí descubro a cuatro medusas muertas. Esas frágiles criaturas se quedaron varadas en la arena al bajar la marea y el agua se retiró llevándose con ella su belleza. Ahora son poco menos que masas gelatinosas que serán devoradas por los pájaros cuando amanezca.
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El amanecer me sorprende a mí leyendo un libro tranquilamente ("Message in a bottle", de la que Kevin Costner hizo una película bastante mejor que el libro) mientras desde varias mezquitas de las inmediaciones, el sonido hipnótico de los muecines llama a los fieles a la oración.
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Cuando suena la alarma del móvil anunciando que hace tres horas que llegaron los chinos y que es hora de levantarse, vuelvo a la habitación para despertar a Isa. Apoyo mi móvil en la pared que compartimos con la 107 y programo la alarma, con vibración, para que suene dentro de 10 minutos. Suena y al cabo de un rato la detengo pero no la apago, porque aún no abandonamos la 108, y así volverá a sonar a los 10 minutos…


(Escrito por el desde Kanchanaburi, Tailandia, el 23 de febrero de 2007)

Palau Penang: nada que declarar

Después de KL y tras Taman Negara, continuamos nuestro viaje hacia el Norte en dirección a la frontera con Tailandia, que aún no sabíamos por dónde íbamos a cruzar. Sí sabíamos por dónde no íbamos a cruzar, por el Sureste, pues las provincias tailandesas de ese lado del país son objeto frecuente de ataques terroristas musulmanes.
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Decidimos irnos a una isla, Penang (el nombre completo es Palau Penang, pero Palau significa isla en malayo, como Koh lo es en tailandés), para, ya que íbamos a pasar calor, al menos tener la opción de disiparlo dentro del agua. En realidad lo anterior era secundario, es para quedar bien. El verdadero objetivo era hacer un viaje corto en ferri desde B´worth (Butterworth), la principal ciudad peninsular de ese estado hasta Georgetown, la principal ciudad de la isla y pasar al lado del puente que une ciudad y continente. Sus 13 Km de longitud lo convierten en un hito arquitectónico y en uno de los más largos del mundo.
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Cuando dije "corto" no me imaginaba que lo iba a ser tanto. En menos de 10 minutos (el tiempo justo para tomarse unas mini pizzas y unos riquísimos y dulces bollos de “kaya”) nos dejó en el embarcadero a nosotros y a la veintena de coches que viajaban en la planta inferior del barco.
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Antes de dar nuestra opinión de la isla he de advertir que, al contrario de lo que haríamos después en Langkawi, no salimos de Georgetown y no le dedicamos tiempo a explorar el resto de la zona. Tal vez eso influyó en nuestra opinión y es cierto que no cometimos el mismo error en nuestro siguiente destino.
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Nos las vemos y nos las deseamos para encontrar algo que fotografiar. Damos vueltas por la ciudad y el barrio indio y Chinatown son iguales que en cualquier otra pequeña ciudad asiática. Además, el calor es horrible, especialmente en nuestra habitación del 54 Love Lane Inn, un hostal regentado por Rafael Alberti. Nos ofrece un tour por la isla en coche particular con guía pero lo rechazamos, porque no creemos que nos quedemos allí suficiente tiempo (conocimos a una pareja holandesa que sí lo hicieron y que les gustó y nos dijeron que el viaje se hace en el coche particular del dueño del hostal y que él es el propio guía). Un inglés afincado en Ibiza desde hace años y que en temporada baja viaja por el mundo ("por países baratos" según sus descriptivas palabras) me comentó dos destinos que deberíamos visitar: Palau Langkawi, con kilómetros de playas e ideal para recorrer en scooter, y Koh Lipeh, una isla tailandesa que se puede descubrir cómodamente a pie y que, pese a que se está desarrollando, aún no está demasiado castigada por el turismo. Cuando decidimos irnos a probar suerte en Langkawi, nos cuesta 8 Rm el viaje en taxi desde la pensión hasta el puerto pero, como compartimos el vehículo con otra pareja que hará el mismo recorrido, nos devuelven la mitad del dinero, es decir, 3 RM (no, no he restado mal, son las cuentas curiosas que nos hacen en recepción). A la mañana siguiente quién conduce es el propio Rafael Alberti y el taxi es su coche. Otra cosa no, pero ingeniosos para conseguir dinero sí que son, ¿por qué meternos a los cuatro en un taxi sin ganancia alguna cuando lo puede hacer el mismo y llevarse 10 RM?
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No todo es negativo en Georgetown. Descubrimos el Stardust, un hostal con restaurante que unánimemente decidimos calificar como "el sitio en el que nos hubiera gustado estar alojados" y nos convertimos en encantados degustadores habituales de las maravillas culinarias de su sencilla cocina. Además, está regentado por Kelvin y, la primera vez que lo vimos, cuando trajo la carta a nuestra mesa, Isa y yo nos miramos y al unísono le adjudicamos el parentesco con un amigo. "Jaime", dijimos sin pensarlo mucho. Efectivamente, Ferrán, tu papá tiene un hermano gemelo en una isla malaya al sur del Mar de Andamán. Y es que, además, el tío camina con la misma parsimonia y tiene el mismo estilo que su "otro yo" afincado en Asturias. Dile a mamá, María, que intente averiguar si esta coincidencia tiene alguna explicación.
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Paseando llegamos hasta Fort Cornwallis, pero fijaos qué inapetente estaba yo que ni siquiera insistí en entrar y me contenté con tomar algunas fotografías del exterior. Donde sí entramos y también tomamos solamente fotografías del exterior (no estaban permitidas en el interior y la Montserrat Caballé que nos sirvió de animada guía insistía en que el grupo permaneciera junto en todo momento y no hubo ocasión de rezagarse: se las sabia todas la china esa) fue en la conocida como la mansión azul, una de las casas de un poderoso y rico emigrante chino, Cheong Fatt Tze, que, partiendo de la nada y la humildad más absoluta llegó a amasar una considerable fortuna económica y un gran prestigio social, siendo comparado con Rockefeller con ocasión de una visita a Nueva York en los años 30. De hecho, a su muerte las banderas británicas y holandesas de esta parte del mundo ondearon a media asta, tal fue su influencia política y económica en las colonias.
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Fue precisamente a la salida de esta visita cuando un señor aparentemente indio que se ganaba la vida con su “trickshaw” (vehículo a pedales en que los pasajeros van sentados paralelamente en la parte delantera y el conductor se sitúa tras ellos) nos ofreció sus servicios para una visita guiada de una hora por la ciudad, a cambio de una tarifa bastante razonable de 30 RM. Aceptamos porque Isa tenía ganas de recorrer la ciudad en ese medio de transporte y porque, de la manera que pegaba el sol, poder estar a cubierto y disfrutar de la brisa eran opciones más que deseadas.

Nuestro amigo se paró en un puesto hindú y nos ofreció dos dulces que probamos y resultaron ser exquisitos (aunque el tío, sospechosamente, no se sabía el nombre de los mismos), Luego nos llevó a visitar una mansión china en la que no se hacían visitas guiadas salvo previo acuerdo y no sólo nos convenció a nosotros de que entráramos a verla sino que, además, consiguió que, a regañadientes, uno de los guías nos hiciera un recorrido por la casa. Admitámoslo, el guía se pasó más tiempo callado que hablando y no parecía estar muy contento de aquella repentina obligación impuesta, pero nuestro conductor de trickshaw ya se había ganado nuestra simpatía con esa obra.

Dos visitas más nos esperaban aún, la primera a un templo hindú y la segunda a un poblado de pescadores. Si os imagináis Luanco o Cudillero no podéis estar más desencaminados. Casas de madera elevadas sobre el mar, estrechos pasillos de tablones de madera, olor a mar, a pescado, a suciedad también. Un microcosmos de pobreza, por lo menos a mis ojos. A sólo pocos metros, devorados por su imparable crecimiento, de una de las carreteras principales de Georgetown. Nada que ver con el moderno puerto en el que atracan los barcos que trasladan a nativos y foráneos. Un extraño espectáculo para ojos occidentales que, tal vez equivocadamente, podrían estar viendo miseria donde sólo hay humildad. Aunque no lo creo.

Después de esto, nuestro enrollado guía nos lleva de vuelta al hostal y cuando iba a pagarle 35, porque queríamos incluir una pequeña propina, nos dice que no son 30 sino 60, porque hemos estado dos horas. Para demostrarlo saca un reloj y nos enseña la hora. Yo no dudo de que hayan pasado dos horas (pero por si acaso compruebo en mi cámara cuando hice la última foto en la mansión azul y cuando he hecho la última foto del poblado de pescadores). Nos quejamos de que no sólo no nos avisó de que había pasado el tiempo, sino de que además nos animaba a entrar en sitios… y el reloj seguía haciendo tic tac mientras él esperaba afuera. Estoy enfadado y no me parece justo. Aún así le doy 40 RM porque hasta ese momento el tío nos había dado un buen viaje.

Lástima que ahora nos quede un sabor amargo y tengamos que advertiros de que tengáis cuidado, incluso cuando fijáis el precio por adelantado. Nosotros esperamos no volver a cometer ese error.

(Escrito por él en Kanchanaburi, Tailandia, el 22 de Febrero de 2007)

24 febrero, 2007

Ya no me pongo al día

Pues eso, así como suena. Estoy viendo que todos mis textos empiezan con el mismo título "Poniéndome al día" seguido de unos números romanos que no dejan de crecer. Pero como todos sabemos que voy con retraso, pues voy a dejar de hacerlo y me limitaré a ir poniendo los textos cronológicamente, conforme hayamos estado en los sitios.
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Update: Estamos en el Aeropuerto de Bangkok, a punto de embarcar para Siem Reap. Más noticias dentro de unos días desde Camboya. Hemos tenido el primer problema serio del viaje y por eso tomamos el vuelo de las 7 de la tarde en lugar del de las 8 de la mañana: de camino al aeropuerto en una furgoneta con otros viajeros, una de las mochilas aparentemente desapareció del techo. Y ha resultado ser la de Isa. Os podéis imaginar cómo está la pobre y el día (que empezó a las cuatro y cuarto de la mañana) que hemos pasado, pero será ella quien os dé detalles más adelante.
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(Escrito por él desde Bangkok, Tailandia, el 24 de Febrero de 2007)

23 febrero, 2007

Poniéndome al día (IV): La Jungla de Taman Negara

Una de las cosas más sensatas que se pueden hacer después de un par de días en Kuala Lumpur es irse de la ciudad. El caos, los gritos, la polución, las motocicletas que se cuelan por todos los rincones, el desorden, esa humanidad que pulula por las calles de una manera descontrolada pueden llegar a resultar abrumadoramente insoportables al cabo de un tiempo.

Taman Negara se nos antojaba suficientemente exótico, alejado y agreste como para ser una buena apuesta a la hora de encontrar la antítesis de KL. Se trata de un parque nacional (literalmente ésa es la traducción de su nombre malayo), el primero y más antiguo del país. Sus 4373 kilómetros cuadrados se encuentran repartidos en tres estados y se da la particularidad de que, pese a que animales y plantas dentro de sus confines se encuentran protegidos por ley, se permite la caza a los pocos centenares de pobladores indígenas, los Orang Asli (ese nombre significa "gente original") que mantienen su forma de vida ancestral con unas mínimas concesiones en lo que respecta a su ropa y utensilios de cocina.
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El viaje desde Kuala Lumpur lo hacemos en un cómodo y moderno autobús, con aire acondicionado (dada la temperatura media en esta zona del mundo, ése es un detalle que no me cansaré de repetir, o de criticar, si está ausente). Ante unas obras en la carretera, el conductor decide que los conos de plástico naranja son para pasarles por encima, a juzgar por lo que le pasa a uno de ellos. Imperturbable y, sin un solo comentario, él sigue a lo suyo (que afortunadamente es conducir y no leer un libro).
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Como en cualquier otro viaje, al cabo de unos 90 minutos, nuestras piernas disfrutan de una parada en una zona de descanso donde nos aprovisionamos para el resto del trayecto, comprando patatas fritas con sabor a alitas de pollo asadas (estilo chino) y tiras de plátano desecado y salado. La primera escala la hacemos en Kuala Tembeling, cuatro restaurantes, una tienda y varias casas que preceden al embarcadero fluvial y punto de acceso más común al parque. Allí comemos y después el “Jetty” (una canoa a motor de madera de unos diez metros de eslora y metro y medio de ancho en el centro, que acomodó por parejas o sentados solos a una decena de viajeros) nos lleva durante tres horas por los 68 kilómetros del río Tembeling que acaban en el poblado.
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El viaje, río arriba, es una experiencia exquisita en sí misma. La canoa está dotada de una cubierta para protegernos del sol, sólo los imprescindibles postes para la sujeción de la misma obstruyen mínimamente nuestra visión, pues los laterales están completamente abiertos. La exuberante y verde jungla desborda las riberas. El curso de este río es un machetazo en la selva que pugna por recuperar su forma original pero, si la intervención siempre ominosa del hombre no inclina la balanza, la batalla parece perdida para la vegetación.

No hay fotografía que pueda hacer justicia a la belleza que nos rodea durante horas, pero los disparadores de mi Samsung y la Canon de Isa son testigos de que nos esforzamos en intentarlo a sabiendas de que no lo lograremos. No hay una imagen ni mil palabras que puedan atinar a emular nuestras sensaciones durante ese tiempo en que invadíamos una escenografía que parecía especialmente dibujada por la mano de un Dios que quisiera recrear el Edén.

Como en su viaje en busca del Coronel Kurtz, nosotros emulamos a Martin Sheen subiendo en bote por un río desconocido de un país extraño. En lugar de un M16 nosotros vamos armados con cámaras fotográficas. Al final no nos encontraremos a Dennis Hopper ni a Brando pero nuestro viaje, lo tengo por seguro, ha sido muchísimo más placentero.

En el pueblo (que parecía sacado de una postal del Amazonas, con jungla bordeando casas flotantes y un constante tráfico de canoas por el río), mientras algunos viajeros se quedan en el restaurante flotante para ser acompañados a sus respectivos alojamientos, nosotros cruzamos en lancha al resort, que está al otro lado para disfrutar del “upgrade” que por RM 370 nos pone al lado de los ricos que se gastan 600 (aunque ellos duermen en chalets individuales con porche). Sorpresa agradable, estamos solos en la habitación de 8 literas, cada una con su mosquitera y, esto si que es un lujo, enorme taquilla y varios cajones individuales. Fuera, el sonido de grillos y saltamontes, además de pájaros y animales no identificados serán el telón de fondo de nuestras noches en el parque.
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Las actividades parten desde nuestro lado del río pero el desayuno, comida y cena se hacen en el opuesto, así que hay que usar los servicios de uno de los botes que transportan viajeros y mercancías desde una ribera a la otra (el precio es de 1 RM por persona, unos 18 céntimos, pero aseguraos de que está incluido en el coste del tour porque aunque la cantidad sea ridícula se trata de evitar molestias y malentendidos).
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Por carecer de tiempo, no nos apuntamos a ninguna de las actividades adicionales a lo contratado. Lo que nosotros habíamos acordado hacer fue:

Night Trekking and Hide. Un Trekking-Safari nocturno en el que, provistos de linternas, nuestro guía nos hizo un recorrido por la fauna que se agazapaba a pocos metros de nuestro resort. He de decir que el tío demostró tener un ojo de lince porque encontraba algo que enseñarnos hasta debajo de las piedras. Vimos insectos palo, escorpiones, saltamontes que triplican el tamaño de los que yo conocía, y atisbamos un "mouse deer", el ciervo más pequeño que se conoce. Además pasamos un rato en un "hide" o refugio que es una construcción de madera a una cierta altura y emplazada a la vista de una zona por la que circulan animales, ya sea una senda, un prado en el que pastan o la ribera de un río. Nosotros fuimos a uno enfrente del penúltimo escenario y pudimos ver, una vez debidamente iluminados por la potente linterna del guía, no menos de una docena de ciervos. He intentado usar un programa para aclarar/iluminar las fotos de esa noche pero hace falta un equipo del C.S.I. para sacar algo en claro.


Daylight Trekking. Sin necesidad de linternas, pero con las botellas de agua convertidas en elementos imprescindibles del equipo, recorrimos durante varias horas de escarpada subida los kilómetros que nos separaban de Bukit Terisek, un monte a unos (nadie lo diría, a juzgar por lo que había costado la ascensión) miserables 344 m de altitud que ofrecía unas buenas vistas de las inmediaciones.

Canopy Walk. Lo más divertido para mí, sin duda alguna. Inexplicablemente, la idea de recorrer 250 m a 40 m de altura sobre la jungla no le hizo ninguna gracia a Isa. Una estrecha plataforma (que se recorre individualmente pues no hay espacio a lo ancho para que se haga de otra manera) compuesta por una unión de tablones alargados se sostiene como un puente colgante y ofrece una experiencia no apta para los que sufren de vértigo ni los aquejados de enfermedades coronarias. He de aclarar que no es el Golden Gate y que "aquello" se mueve en todas direcciones. Desafortunadamente para mí (que no para Isa) había otros 250 m a los que no pudimos acceder pues se estaban realizando tareas de mantenimiento y ampliación.

Rápidos. "Os vais a mojar, todo el mundo se moja. Si lleváis cámaras, metedlas en bolsas de plástico para protegerlas" nos advirtió el guía. Bien, esto promete, pensé yo. A cambiarse de ropa. Un gorro de ala ancha para protegerme del sol, una camiseta, mi bolso bandolera "gay" para meter la cámara (en su funda y dentro de una bolsa de plástico), un bañador (porque ir con unos pantalones que se iban a mojar era absurdo), y unas sandalias…un momento, ¿dónde están mis sandalias? Sí, hombre, las que te compraste en Singapur. Maldita sea, me las había dejado junto con el 80% de mis cosas dentro de la mochila grande que esperaba pacientemente mi regreso en KL. ¿Y qué me pongo? Porque sólo me he traído las botas de trekking, porque a eso hemos venido a la jungla, ¿no? Pues como no hay otra cosa, tendrán que ser las botas, que ya que son de GoreTex aguantaran las salpicaduras sin problemas. La necesidad se impuso a la estética y de tal guisa cómica fui yo ataviado, a sabiendas de que Isa no es que me mirara de reojo, sino que hablaba conmigo con la cabeza girada en dirección opuesta o sin quitar su mirada de mis ojos. Como si me hubiera llevado los zapatos de claqué. Los rápidos, únicamente tres, fueron una decepción. Ni duraban más de unos pocos segundos, ni la canoa encontraba resistencia, ni fue emocionante, ni nada de nada. Incluso Isa, de naturaleza poco dada a experiencias arriesgadas, estuvo de acuerdo conmigo en que aquello había sido ridículo.

Orang Asli. Los nativos que viven en el parque son una atracción más del mismo. Yo esperaba que visitáramos uno de sus poblados, ellos hicieran algún baile típico y después hubiera una voluntaria donación de papel moneda de curso legal. Afortunadamente, las cosas no ocurrieron así. Nuestro grupo paseó entre sus tradicionales cabañas (aunque han incorporado el plástico en sus tejados como elemento protector frente a la lluvia), observó la timidez de sus niños y uno de los adultos nos hizo una doble exhibición de sus habilidades. Primero usó su arma tradicional, dos metros de cerbatana compuesta por la unión de dos cañas de bambú, para lanzar un estilizado dardo (que en su punta estaba impregnado de veneno lo suficientemente potente para matar un mono o pequeños mamíferos pero no a un ser humano, aunque mejor no probar). A instancias de nuestro guía, todos lo imitamos por turnos y he de decir que mis habilidades con la cerbatana consistieron en acertar la diana, un indefenso y atemorizado pingüino de peluche, sin mayor dificultad (pese a que admito que no tenía ni puñetera idea de a dónde estaba apuntando). Después de eso, el mismo Orang Asli nos presentó una demostración práctica de cómo hacer fuego en 30 segundos sin mechero, cerilla, ni lupa, sólo mediante la fricción de hojas de palmera dobladas y enrolladas contra un tronco de madera desprovisto de corteza. Esta vez nadie intentó repetir la hazaña.
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Una cosa bastante graciosa de nuestro resort de alto “standing” (lo de pagar 25,50 RM por una lata de cerveza Tiger y una lata de 7Up no es nada gracioso, pero las vistas y la tranquilidad desde la terraza del restaurante merecían la pena, aunque Isa me ganara al “Scrabble”) es que tenían un cartel en el que informaban a qué horas y en qué zonas de las instalaciones se podían ver determinados animales salvajes (o más o menos salvajes). Dado que están protegidos, campan a sus anchas sabedores de que nadie les va a hacer el menor daño y que los disparos, de haberlos, serán fotográficos (salvo que se acerquen a un poblado Orang Asli, claro está).

Así pudimos ver monos (haciendo un jaleo inmenso) enfrente de nuestro alojamiento y también, mientras permitía graciosamente que Isa sumara y sumara puntos al Scrabble, a pocos centímetros de nuestra mesa. Incluso llegamos a ver jabalíes salvajes, pero eran bastante confiados, la verdad sea dicha.

Cuando llegó el momento de irnos de Taman Negara ambos estábamos convencidos de que se merecía uno o dos días más para hacer algún trekking por la jungla más profunda, pero nuestro leve desánimo se compensaba con la satisfacción que nos daba pensar que teníamos por delante casi setenta kilómetros en canoa y que pensábamos disfrutar cada minuto del trayecto de vuelta.


(Escrito por él en Bangkok, Tailandia, el 21 de Febrero de 2007)

20 febrero, 2007

Taman Negara

Ayer nos dimos un buen tute visitando Bangkok, así que hoy me apetece tomarme el día con calma, disfrutar de la piscina (últimamente viajamos en plan VIP, pero pronto se nos va a terminar la buena vida), y cumplir con mi primera resolución del año nuevo chino.

Con este texto cierro el capítulo de Malasia, por la que viajamos del 26 de enero al 8 de Febrero, visitando Melaka, Kuala Lumpur, Taman Negara, Penang y Langkawi.
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Poco os contaré de KL, puesto que José ya se hizo cargo de esa ingrata labor. Digo ingrata, porque mi relación con la capital fue de odio a primera vista. Afortunadamente, con el paso de las horas y a medida que iban cayendo la noche y las altas temperaturas, me fui relajando e incluso llegué a apreciar el encanto de una ciudad esquizofrénica.
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Me limitaré a daros tres consejillos de nada, por si algún día os animáis a pisar suelo malayo:

  1. Incluid Kuala Lumpur en vuestro itinerario, pues ninguna opinión se merece más crédito que la vuestra.

  2. Dedicadle un par de días, cuestión de visitar las torres Petronas sin prisas.

  3. Ofreceos un alojamiento de categoría medio-alta, alejada de los barrios chinos/indios, que os permita olvidar momentáneamente la mediocridad que es vivir en una ciudad ruidosa, sucia y caótica.

Amén de subir a las torres gemelas, lo mejor que hicimos en KL fue contratar una excursión para Taman Negara, el parque nacional más grande de Malasia, cuyos 4343 kilómetros cuadrados de superficie se extienden mayormente sobre el estado de Pahang. La excursión era de tres días y dos noches, con el primer y último día dedicados a desplazarnos. La verdad, un día más en el parque no hubiese sobrado.

Mientras en Dublín sonaban cientos y miles de despertadores, nuestra barca se abría camino por la jungla, remontando el río Tembeling. Así de sutil es la línea que separa el sentimiento de estrés del de libertad. Las sensaciones que vivimos durante esas dos horas y media de viaje fluvial no se nos olvidarán nunca.

Cómodamente sentados en el suelo, la cabeza reclinada sobre el respaldo de madera, los pies descalzos y asomados fuera de la barca para recibir las salpicaduras del agua, los ojos intermitentemente cerrados, alternando entre la relajación más total y la visión hechizante de un horizonte de vegetación, y en la mente, no más de tres palabras: ¡esto es vida!

Nuestro destino, Kuala Tahan, era un pueblo de cabañas de madera, con cuatro o cinco restaurantes flotantes. Nosotros estábamos alojados en la ribera opuesta, en la zona pobre de un lujoso resort.

No habíamos contratado bungaló, sino un dormitorio en teoría compartido con otras seis personas. Encontramos el ala de dormitorios frente a la zona de lavandería del resort y, para nuestra gran sorpresa, sólo la compartimos con las decenas de monos que pululaban por esa zona. Lo mejor del dormitorio: cerrar los ojos y quedarte dormido mientras escuchas concentrado la sinfonía nocturna de grillos, geckos y demás residentes de la jungla.

Como cualquier tour organizado, el nuestro estuvo repleto de actividades:


  1. Paseo nocturno por la jungla. Impresionante la capacidad de nuestro guía para divisar animalitos que incluso de día son difíciles de encontrar, como el escorpión o el insecto palo.


  2. Paseo matutino por la jungla. El sendero está perfectamente señalizado, con lo que este paseo puede hacerse por libre. Sin embargo, merece la pena tener guía para aprender sobre las propiedades y usos de las plantas.


  3. "Canopy Walkway". Un puente de 530 metros de longitud, construido con madera y cuerda, y suspendido a 40 metros de altitud. No sé qué temblaba más, si el puente o mis piernas.


  4. Rafting por los rápidos. Lo único rápido de la actividad fue su duración, pues la diversión se acabó justo cuando pensábamos que lo "bueno" estaba empezando. Y para que yo lo diga…


  5. Visita de un poblado "Orang Asli". Fue la parte más interesante de la excursión, aunque el sentimiento de intrusión me resultó violento. Me sentí algo avergonzada de formar parte de esa horda de turistas que, armados con cámaras, de pronto irrumpieron en la intimidad de sus vidas, rompiendo el ritmo de una tarde apacible.

De los Orang Asli, aprendimos muchas cosas, como su habilidad para producir fuego, sus técnicas de caza, sus costumbres, creencias y ritos funerarios.

No practican ningún tipo de religión organizada, ni veneran a un Dios, pero sí creen en los espíritus. Cuando un miembro de la tribu muere, consideran que un espíritu maligno le ha quitado la vida y, rápidamente, migran a otro lugar para evitar que otros corran la misma suerte. Antes de marcharse, colocan al difunto en lo alto de un árbol, de manera a facilitar la ascensión de su espíritu al cielo. Esta costumbre también tiene una finalidad práctica: darle al muerto una oportunidad de volver a la vida, de la que carecería si fuese enterrado o incinerado.

En cuanto a las técnicas de caza, consisten en disparar dardos envenenados con la ayuda de una caña de bambú de unos tres metros de longitud. Se nos dio la oportunidad de practicar, apuntando a unos peluches. El Junior, como si llevase toda la vida ejerciendo de hombre primitivo, cogió el arma, apuntó, sopló y zas, ¡premio! Bueno es saber que, de haber sido Orang Asli, esa noche se hubiese cenado pingüino en mi casa.


Si bien mi hombre para la caza tiene puntería, para el vestir no siempre da en diana de mis deseos. Menudas pintas las del Junior cuando se cambió para la excursión a los rápidos. De pronto me lo vi llegar con sus botazas de trekking, sus calcetas de la mili, su bañador, su camiseta, su bolsito gay y su infame "bunny hat" (lean nota aclarativa a pie de página): un sombrero militar de colores kaki, marrón y negro, usado por las fuerzas armadas americanas para camuflarse en la jungla (porque de todos es sabido que uno de los objetivos principales de las excursiones organizadas por la jungla, es volverse invisible para el guía y el resto de excursionistas, por obra de las virtudes miméticas de un sombrero).

Cuando el amor no es ciego, a veces tiene que cerrar los ojos. Y mira que yo lo intenté, haciendo de todo para desterrar de mi mente esa visión del Junior en su "honey butt" (vuelvan a la nota aclarativa), tratando de focalizar mi atención sobre otras cosas: Isa, concéntrate, admira la vegetación, no dejes de mirar al río, fíjate en los rápidos, en la barca, en el guía… hasta que llegó él y, con una sola frase, echó por el suelo mis esfuerzos y vanas esperanzas de olvido:

"Isa, ¿me haces una foto?".


Nota aclarativa: ya sé que es "bonnie hat", pero la gracia está en vacilar al Junior.


(Escrito por ella desde Bangkok, Tailandia, 20/02/07)

19 febrero, 2007

Feliz Año Nuevo

No, no he pasado demasiado tiempo bajo el sol de Koh Lipeh. Ni llevo tal retraso con mis felicitaciones navideñas, que este año os envío mis deseos de salud, amor y prosperidad en febrero.

Por si el desfase horario no bastase para confundirme (siete horas más aquí en Bangkok con que, si no me equivoco, en España serán ahora las dos menos veinte de la mañana del domingo y debéis de estar dormiditos, o de juerga, mientras os escribo), en esta parte del mundo existe otro calendario, el chino, en el que hoy es año nuevo.

Por cierto, un año muy especial éste. Entramos en el año del cerdo, ¡nuestro año! José y yo, curiosamente, compartimos signo zodiacal tanto en casa (virgo) como aquí (ambos nacimos en el 71 y eso, por lo visto, nos convierte en un par de cerdos).

Ayer de madrugada, llegamos a Bangkok con la intención de respirar un poco el ambiente de fin de año. El año nuevo se celebra este año del 16 al 18 de Febrero (el calendario chino no es de 365 días, con lo que el año que viene empezará, creo, sobre el 8 de Febrero… mira que son complicados estos chinos) y eso genera muchos desplazamientos por todo el país. Muchos tailandeses han venido a pasar estas fechas con sus familias en Bangkok y me parece a mí que la fiesta verdadera sucede de puertas adentro.

Por la noche nos dimos una vueltecilla por el barrio chino y, a parte de mucho tráfico, vendedores ambulantes de dragones de papel, vendedores ambulantes de ropa, vendedores ambulantes de castañas, vendedores ambulantes de dulces, vendedores ambulantes de pollo, vendedores ambulantes de todo (¿os he comentado alguna vez que los chinos, a parte de ser muchos, son muy comerciantes?), mucho chino vestido de rojo y muchas decoraciones del mismo color, por lo demás no notamos nada demasiado festivo en el ambiente. Creo que la acción está reservada para esta noche. Según nuestra parejita de holandeses de Langkawi (que por pura casualidad encontramos ayer en medio de esa increíble pululación china), a media noche tirarán cohetes y desfilarán dragones.

Hablando de dragones, ¿sabíais que el dragón representa a oriente? ¿Y que la representación de occidente es el tigre? Bueno sabiondillos, pues yo no lo sabía, pero ya me voy enterando de algunas cosas. Ayer sin ir más lejos, después de comer, le eché un vistazo a una gacetilla tailandesa (encontramos periódicos locales escritos en inglés) y leí un artículo muy instructivo sobre astrología china.

Aprendí que el zodiaco chino consta, al igual que el occidental, de 12 signos. Estos signos están relacionados con los cinco elementos de Feng Shui: tierra, agua, fuego, madera y metal. El cerdo, que es el signo que aquí interesa, es un signo de agua.

Ya, ya sé que suena raro, yo también hubiese pensado en el cerdo como un signo de fango. Pero pese a la mala reputación que le hemos dado al cerdo, en su estado salvaje, es un animal muy limpio. Otras de sus características son la independencia, ya que come de todo (aunque de José y yo no pueda decirse lo mismo), la humildad y la bondad. Se dice de los cerdos que son buenos amigos y leales. Si es que no nos merecéis.

Este año se presenta más bien mal para los cerdos, ya que es un signo de agua y, paradójicamente, el 2007 es año de fuego. Se produce un choque de elementos y no se sabe si el agua conseguirá apagar el fuego. Se prevén disputas y conflictos. O sea, que el Junior y yo empezamos bien el viaje, pero no sabemos como lo acabaremos.

Para contrarrestar un poco la mala suerte, se nos recomienda que practiquemos los consejos del Feng Shui y que vistamos de colores que contrarresten nuestra naturaleza acuosa. Nada de azules (lo siento José), este año se llevarán el verde, el rojo y, mi color preferido, ¡el amarillo! Anda que vamos a parecer la trilogía del semáforo.

Bueno, no está todo perdido para los cerdos. Los lechoncillos que nazcan este año gozarán de muy buena estrella. Con esto no quiero decir nada ni asustar a nadie, pero bueno es saberlo por si acaso.

Me pregunto si los chinos tendrán costumbre de escribir sus resoluciones para el año nuevo. Para mí que me encanta hacer planes y escribir listas, es una tentación difícilmente resistible. Claro que viendo el éxito que de momento estoy teniendo con mis resoluciones de enero (mi Biblia se está dando un buen paseo este año, pero todavía no la he abierto ni una sola vez), no sé si será sensato añadir nuevas resoluciones a las viejas. Claro que el Junior hizo 12+1, ¿y porqué iba yo a ser menos?

Venga, resoluciones de año nuevo chino:

  1. La primera es una resolución pequeña y a corto plazo: poner al día el blog antes de irnos de Bangkok. Me prometí hacerlo en Koh Lipeh, pero la isla me sedujo con sus encantos. La culpa la tienen Xavi, Laia y Vanesa, un grupo de ibicencos majísimos, que me introdujeron a las maravillas del "snorkel".

  2. La segunda es más un deseo que una resolución: convencer a mis padres para que se apunten a un viaje desorganizado conmigo. Papá y mamá, he pensado mucho en vosotros desde Koh Lipeh. Me encantaría enseñaros una pequeña selección de los mejores rincones del mundo y volver a hacer un viaje juntos, como solíamos hace ya unos cuantos años.

  3. La tercera es un secreto.

(Escrito por ella desde Bangkok, Tailandia, 18/02/07)