02 febrero, 2007

Primeras Impresiones

Hay que ver lo que cuesta ponerse a escribir las primeras líneas de un blog. Y no es por falta de ilusión ni por pereza (bueno, de lo segundo tal vez haya un poquito, pero ojo, que está plenamente justificada: que si el calor, la falta de sueño, los interminables pateos bajo el sol... esto de tomarse un año sabático para viajar es muy, pero que muuuuuy duro), sino más bien porque una no sabe por dónde empezar. Y es que todavía no hemos terminado de asimilar los cien mil estímulos que continuamente ametrallan a nuestros sentidos.

Nuestra primera semana de viaje ha sido intensa, llena de primicias. Algunas, nada extraordinarias: primeras picaduras de mosquito (para mi exclusivo disfrute, porque a José ni probarlo siquiera... desde luego que mientras viajemos juntos, él no va a necesitar protección contra la malaria, ¡para eso estoy yo, la novia “Killpaf”!), primeros retortijones de barriga (vaya, para mí también), primeros desacuerdos (¡ah, eso ya es cosa de dos!) y primeras reconciliaciones. Nada, lo que estaba programado.

Mejor os cuento las primicias imprevistas, que son algo más interesantes. Eso sí, voy a tener que ser muy selectiva, porque tengo a mi lado a un José “rebufante” (véase “respirando fuerte”, como él dice), ya sea porque escribo demasiado, o demasiado lento, o ambas cosas.

Bueno, al grano. Mis primeras impresiones.

Singapur. En algunos aspectos, la ciudad no se merece su reputación. Por ejemplo, eso de que en Singapur nadie cruza la calle si no es por un paso peatonal y que jamás de los jamases se atreverían a hacerlo con un semáforo en rojo, ¡JA! Puro mito. Allí, los únicos que respetábamos el código éramos los turistas y no por nuestra altísima integridad cívica (venga ya, que nos conocemos todos) sino porque todos cargamos con la última edición del Lonely Planet, que nos ha metido el miedo en el cuerpo con lo de las multas.

Aunque las más elevadas no son por cruzar de cualquier manera, sino por ensuciar: tira un papel al suelo y te cae una multa de 1.000 SGD (unos 500 eurelios), como para pensárselo dos veces. De hecho, pocas ciudades hay tan inmaculadas como Singapur. Aunque he de decir que descubrí un par de colillas en el suelo (sí, sí, así como suena, yo también me quedé horrorizada) en la zona de Little India... si es que estos indios, ¡siempre dándole al puchito!

Por lo demás, la ciudad es tal y como os la imagináis, pero elevada al cuadrado: modernidad, tecnología punta, diseño vanguardista... en fin, que uno se siente muy pequeño caminando por sus anchas avenidas. La ciudad es tan perfecta, que a veces tienes la sensación de pasear por el interior de una maqueta hecha a escala de gigantes.


Por cierto, eso me recuerda que antes de despedirnos de Singapur, el Junior* y yo nos dimos tal pedazo de paseo nocturno que ni vimos pasar el tiempo. Íbamos cogidos de la mano y con la cabeza para arriba (todavía nos duelen las cervicales de tanto fotografiar rascacielos), calladitos, asombrados por nuestra repentina soledad dentro de esa gran urbe. Y es que a lo tonto a lo tonto, se nos hicieron las cinco de la madrugada.

Puntazo simpático que remató la noche: el taxista que nos llevó al hostal se llamaba "Mr. Fock Yew Weng". Os animo a que leáis esto último en voz alta.


Melaka, nuestra primera escala en Malasia. Destacaré un par de cosillas nomás, porque se nos hace hora de salir a dar una vuelta por el mercadillo de noche chino y todavía me tengo que duchar. El Junior me mata.

Nuestro primer contacto con los nativos. Ya que el tiempo apremia, me ceñiré a hablaros de Rose Li. Entramos en su tienda para comprar una camiseta y un par de postales, y terminamos hablando de todo un poco. Rose nos dejó muy impresionados con la historia de su vida.
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La típica empresaria china, trabajadora, ambiciosa, inteligente. Empezó a trabajar con siete años, vendiendo galletas y limpiando las aulas de su colegio. Nunca tuvo tiempo para jugar. Viniendo de una familia muy humilde, tuvo que trabajar duro para granjearse un futuro, conseguir unos estudios, un buen puesto de trabajo. Obtuvo un empleo como secretaria de dirección para una empresa americana. Después de casarse, decidió montar su propio negocio. Ahora tiene una tienda de suvenires en la plaza mayor, un salón de belleza, y muchas ganas de jubilarse. Su mayor gozo es viajar.
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Todos los años, en el mes de enero, cierra la tienda por dos semanas (sus únicas vacaciones) y se las pira a Europa. Un viaje de dos semanas, con su marido y sus dos hijos, le sale por más de 6000 euros, ¡nuestro presupuesto para seis meses! Muy fuerte. No sé de qué nos quejamos tanto...

Última anécdota y ya termino por hoy. Esta mañana fui a mi primera misa en Asia, en la Christ Church malaya. Me llamó la atención una lápida de mármol con una inscripción dedicada al Reverendo William Milne, un misionero protestante que murió en Melaka a los 37 años. Entre sus logros más destacados está el completar la traducción de la Biblia al chino. Isabel, chúpate esa mandarina. O sea, que con dos años más que yo, este hombre tradujo la Biblia ni más ni menos que al chino... y yo, que llevo varios años con el firme propósito de leerla, se me atraganta siempre el Antiguo Testamento y no paso del Pentateuco. En fin, corramos un tupido velo.

Por cierto, hablando de propósitos y despropósitos, José ya ha cumplido su primera resolución para el año 2007: ¡nadar con tiburones! Pero bueno, eso mejor que os lo cuente él. Yo me voy a dar esa ducha.


*Junior, nombre de guerra Sith de José

(Escrito por ella desde Malaca/Melaka, Malasia, 28/01/07)

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