13 abril, 2007

Bye bye Vietnam

Por fin ha llegado nuestra hora de decir adiós a la bulliciosa Hanoi, cada uno a su modo. José se levantó temprano para hacer una última maratón de museos, empezando por el mausoleo de Ho Chi Minh. Yo me hice la remolona, pues no me moría precisamente de ganas por presentar mis respetos a la momia disecada del tío Ho y aún menos por visitar el museo del Ejército y de las Fuerzas Aéreas.

A las once de la mañana hice el check out y salí a comprar unos “pains au chocolat” y otras delicias de la pequeña “boulangerie” del lago. Cada bollo cuesta entre 9.000 y 10.000 dongs (menos de 50 céntimos de euro) y en esta ocasión me he dejado la golosa cifra de… ¡55.000 dongs! Pensé en Christelle, la chica francesa que conocí en el tren. Ayer, mientras cenaba con ella, me comentaba lo extraño que debe de resultarle nuestro comportamiento a los asiáticos, cuando somos capaces de tirarnos media hora regateando el precio de un viaje en motocicleta por ahorrarnos un dólar, que luego gastamos alegremente en una chuchería de chocolate, sin regateos ni remordimientos…

Busqué un banco alejado de los vendedores de libros y postales, para sentarme a desayunar tranquilamente. El cielo estaba plomizo y el aire fresco. Cayeron cuatro gotas sobre el lago y, por unos segundos, me sentí serena en mi burbuja. Incluso conseguí olvidarme del ruido de las motocicletas. Tras comerme mi bollito de chocolate y disfrutar de unos minutos de ensimismamiento, me levanté a continuar mi paseo alrededor del lago.

Caminaba perdida en mis pensamientos, cuando me sorprendió una nueva faceta de Hanoi que todavía no había descubierto. Ahí, a orillas del lago y a la vista de todos los transeúntes, una señora anciana en cuclillas, con la falda levantada y el pandero al aire, defecaba. Adiós burbuja.

Tras esta inesperada revelación, me encaminé hacia la calle Hang Bé donde nos alojamos. Pasando de largo el hotel, me fui a la tienda de Hanh para llevarle unos bollitos. Hanh es una vietnamita de 36 años, madre de dos hijos, guapísima, con la que hemos simpatizado después de numerosas compras (sobre todo por parte de Junior, que se ha animado a iniciar una colección de ballestas, cuchillos y objetos ceremoniales chamánicos, que seguro alegrarán mucho a su madre cuando reciba las dos cajas enormes en las que fueron expedidos la semana pasada). Dentro de un rato me volveré a pasar por su tienda con José, para despedirnos antes de coger el autobús para Laos. Con esto daré por concluido mi viaje por Vietnam.

Me despido de este país con un sentimiento ambiguo. Me pregunto si algún día volveré a este lugar. Paradójicamente, hace unas semanas, cuando viajaba por tierras interiores con los Easy Riders, estaba convencida de que tendría que volver. Me prometí una segunda oportunidad para pasar más tiempo en Dalat y en Kontum, para visitar Hué bajo el sol (si eso es posible), y para recorrer el tramo costero de Muiné y Nha Trang, al que tuvimos que renunciar en esta ocasión.

Sin embargo, después de estas últimas dos semanas en el norte, ya no lo tengo tan claro. Como ya habréis notado por el tono de mi texto de ayer, estoy un poco harta de ser turista en Vietnam.

Muchos viajeros me habían advertido del carácter singular del pueblo vietnamita, mucho más agresivo y hostil que el de sus vecinos del sudeste asiático. Ahora comprendo a lo que aludían, aunque sigo albergando algunas dudas. Después de un mes recorriendo el país, tengo la impresión de apenas haber rozado superficialmente su cultura. Es difícil cernir el verdadero carácter del vietnamita.

Para empezar, los vietnamitas son un poco latinos en cuanto suelen hablar a gritos. Pero a diferencia de los idiomas romance, la lengua vietnamita es brusca, cortante y estridente. De ahí que uno pueda malinterpretar su tono, tomando una conversación normal por una de enfado.

Por otro lado, uno vive aquí con la perenne impresión de estar siendo timado. El regateo es práctica habitual en muchos países, una especie de juego ritual al que uno se entrega con ánimo lúdico. Sin embargo, en Vietnam, por lo menos en el norte, es otra cosa. Para empezar, el precio de partida para turistas suele ser veinte veces superior al que pagaría un vietnamita. Recuerdo una vendedora de dulces que me quería vender un bollito por 20.000 dongs. Yo sabía, porque me lo había dicho Hanh, que esos bollitos sólo costaban 1.000 dongs por unidad. Se lo dije a la vendedora, que me miró con auténtico asco. Se dio la vuelta y me dejó ahí plantada. La seguí con el rabillo del ojo y vi que no se alejaba. Tras un par de minutos, volvió a la carga, aunque esta vez se contentaba con pedirme 2.000 dongs. Decidí acceder a su oferta, aún sabiendo que estaba pagando el doble del precio real. Así se cerró el trato, sin juego, sin sonrisas y con desprecio mutuo.

Escenas como ésta y peores son las que nos inducen a pensar en el vietnamita como un pueblo materialista, rapaz y agresivo. Sin embargo, también cabe preguntarse cómo nos perciben ellos a nosotros, los turistas occidentales. Supongo que como ricos avariciosos y prepotentes. En parte, por ser ésta la imagen que de nosotros les ha vendido el partido. En parte, por nuestra propia culpa. Intentaré explicar tanto lo primero como lo segundo.

Dos veces al día, temprano por la mañana y a la caída de la tarde, las voces del partido retumban por las calles de Hanoi. Una pequeña liturgia diaria de adoctrinamiento político y exhortaciones varias, difundida por megafonía y altavoces. Me contaron por ejemplo que una mañana el partido amonestó a los ciudadanos por la suciedad de las calles. Por la tarde, las ciudadanas de Hanoi se afanaban a barrer y a quemar basura. Otro día, el partido adoctrinó a los ciudadanos sobre la apariencia engañosa de los turistas blancos, que tras sus hábitos desvaídos de mochileros, escondían auténticas fortunas. Para dar mayor fuerza a sus argumentos, la voz recitó los salarios que los occidentales acostumbran a percibir en Europa y exhortó a la población vietnamita a no tener reparos en multiplicar sus precios por diez o más cuando trataban con nosotros, los nuevos imperialistas. Palabra de Dios. Este mandamiento debió de calar hondo, sin duda es el nuevo credo de los vendedores de dulces... Como última anécdota sobre el tema, otro mensaje del partido, desconcertante a la par de gracioso, fue el de que “hay que ser más simpáticos con los turistas”, pues aunque son muchos los que vienen, pocos son los que vuelven. Ahora sí que ya no sé qué pensar. Me quedaré con la duda de si las sonrisas y saludos de cuantos cruzamos en la carretera fueron sinceros o postizos.

Si bien la propaganda del partido tiene un peso innegable sobre la conducta de los vietnamitas, me pregunto hasta qué punto no somos nosotros también responsables de la misma. Para protegernos del acoso comercial constante, acabamos por crearnos una máscara hermética y aislante. Blindados tras un escudo de indiferencia, pasamos de largo, evitamos el contacto visual, giramos desdeñosamente la cabeza hacia otro lado, ignoramos saludos e invitaciones, a lo sumo contestamos con un cansino “no, thank you”. Tantos gestos que son mecanismos de autodefensa pero que pueden ser leídos como altivos y arrogantes. Cual ricos avariciosos y prepotentes.

Confieso que, en más de una ocasión, yo también he perdido la sonrisa. Mea culpa.

(Escrito por ella desde Hanoi, Vietnam, 03/04/07)

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