17 abril, 2007

El país de la bella durmiente

Cuenta un dicho popular que en el comercio arrocero, el chino es quien aporta el dinero para comprar la semilla, el vietnamita es quien aporta su sudor, encargándose de su siembra y cosecha, mientras el camboyano se limita a observar como crece el arroz y el laosiano, a escucharlo crecer.


Como cualquier generalización, supongo que encierra una parte de verdad y otra de injusticia. En mi opinión y por lo que vengo observando desde que llegamos a Laos, el laosiano goza de un sentido plácido de la vida. Su espíritu tranquilo es contagioso y no me ha costado mucho adaptarme al estilo local. Camino sin prisas y arrastrando los pies, me dedico a comer, leer y honorar el rito ancestral de la siesta, al atardecer me doy otro paseo a orillas del Mekong, deteniéndome unos minutos para observar el universo paralelo de las hormigas, dedicadas a la logística de libélulas muertas.


Para mí, Laos ha sido el antídoto de Vietnam. Cansada de luchar contra el ruido, el tráfico y el acoso comercial constante de Hanoi, Vientiane (creo que la capital laosiana se transcribe como Vientián en castellano, pero ante la duda, seguiré refiriéndome a ella con su apelativo anglo-francés) representó para mí la llegada a un puerto de paz.


Desde el primer momento, José y yo coincidimos en pensar que la capital laosiana se parecía más a un pueblo que a una ciudad. A José, que durante todo el viaje no ha cesado de crear conexiones entre lo exótico y lo conocido, levantando puentes imaginarios que enlacen esta parte del mundo con su casa, le he oído repetir varias veces esta frase: “¡esto es como un pueblo de León!”. Nunca he estado en León, pero no me cuesta imaginar que en sus pueblos se respire la misma quietud que en Vientiane.


Por sus calles tranquilas pasea un monje, envuelto en su túnica de azafrán, caminando a paso manso y a la sombra de un paraguas. Otro monje desemboca de un wat vecino, se saludan y lentamente desaparecen a la vuelta de una esquina. La calle vuelve a quedarse vacía, inerte bajo el sol plomizo del mediodía. El silencio se ve interrumpido de vez en cuando por el pasar de una bicicleta. Un “tuk-tukero” dormido, presintiendo mi presencia, ha abierto un ojo en el preciso instante en el que yo pasaba de frente a su vehículo estacionado: “Tuk-tuk, madame?”. Ante mi negativa, vuelve a entregarse plácidamente al dulce abrazo de Morfeo.


Me encanta este lugar, me está devolviendo la vida y las ganas de continuar nuestro viaje. Por fin he dejado de sentirme como una diana humana, un fajo vivo de billetes, y puedo disfrutar de un paseo solitario, sin que termine en huída al hotel. Incluso en las tiendas nos dejan tranquilos. Anécdota tan verídica como inverosímil: entramos en una tienda para preguntar por el precio de unas camisetas, interrumpiendo a la vendedora que, sentada en el suelo, miraba su telenovela. Ésta nos contestó con una sonrisa y, sin inmutarse, de inmediato volvió felizmente a lo suyo, que era mirar la tele y no vendernos camisetas. Al salir de la tienda, seguía sin dar crédito a lo que acabábamos de presenciar. “¿Te has dado cuenta, José?”. “Sí, Isa, sí, me he percatado, me he percatado…”.


Durante los tres días transcurridos en Vientiane (cinco con el de llegada y partida, si contamos los días al estilo de la publicidad engañosa de viajes organizados), nos hemos pateado la arteria principal de la capital, visitando por este orden el arco de triunfo o “Patuxai”, el emblemático templo “Pha That Luang”, el Museo Nacional y el templo del bosque o “Wat Sok Pa Luang”.


Esta última visita fue la que más me gustó, por su carácter participativo. El templo está escondido en medio de un pequeño bosque, a dos kilómetros y medio de Vientiane. Todos los sábados, de cuatro a cinco de la tarde, ofrecen una lección gratuita de meditación Vipasana. Una señora británica nos explicó los métodos de la meditación sentada y ambulante. Empezamos y terminamos la sesión practicando el primer método, sentados en la posición del loto y enfocando toda nuestra atención sobre nuestra respiración, observando y alejando al mismo tiempo los pensamientos que venían a interrumpir nuestra concentración. En cuanto al segundo método, consiste en caminar lentamente, pensando en el movimiento rítmico y coordinado de los pies a cada paso.


Bueno, para ser totalmente sincera, la meditación Vipasana no es mi fuerte. Basta que me pidan no pensar en nada para que en mi mente fluyan las ideas a borbotones. Y en cuanto me exigen estar quieta en una postura, empieza a picarme todo el cuerpo, ni que me hubiese atacado una legión de mosquitos (claro que ahora que lo pienso, realmente sí que me estaban atacando unos cuantos mosquitos).


A mí, para relajarme, lo que me va son los masajes. Desde que llegamos a Laos, ya me he dado el gusto de regalarme tres. Uno de ellos fue precisamente en este templo del bosque. Primero utilizamos la sauna, después tomamos té y por fin, nos dieron una hora de masaje tradicional laosiano. Este masaje se realiza sobre la ropa y consiste en estiramientos musculares, crujir de huesos y presión sobre determinadas terminaciones nerviosas. De vez en cuando es un poco doloroso, pero en su conjunto me gustó mucho la experiencia. Dentro de ese marco rural y con una sinfonía de grillos como música de fondo, fue cayendo la noche mientras un laosiano hundía sus dedos en mi espalda y yo me abandonaba a sus diestras manos.


El domingo llegamos a Luang Prabang, después de un viaje en autobús VIP que no fue tan incómodo como temíamos. Es más, incluso me atrevo a decir que fue un viaje placentero, en el que disfrutamos mucho del paisaje. Nada que ver con la paliza que nos pegamos de Hanoi a Vientiane, un viaje de 23 horas en el que nos pasó de todo (mejor os lo cuento a pie de página, porque si me voy por ese vericueto, el desvío va a ser demasiado largo).


Luang Prabang, la antigua capital del hoy extinto reino, es conocida como la “bella durmiente”. Y es que aquí, la siesta dura todo el día. Enseguida hemos cogido el ritmo: pequeños paseos, grandes granizados, mucha lectura y, sobre todo, muchas compras.


En el mercado nocturno, ya somos populares. Nos conocen como los “locos de las colchas”, pues hechizados por la belleza de los bordados artesanales, de repente nos entró una fiebre consumista y en cuestión de minutos decidimos adquirir la friolera de… ¡veinte fundas nórdicas! ¡A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a pasar frío!


Lo malo de los ataques de fiebre repentinos es que son agudos y fugaces. Así que pasada la calentura, te quedas sentado en la cama del hotel, observando el insólito espectáculo de veinte colchas perfectamente dobladas y apiladas en el suelo de tu habitación, rascándote la cabeza mientras te preguntas: uno, pero qué mosca te ha picado; dos, a saber cuánto te va a costar expedir las colchas desde Tailandia; y tres, cómo coño vas a cargar con tanto peso hasta allí…

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En fin, queridos amigos y almas caritativas, si deseáis ayudar a la realización de nuestros sueños, ahora ya podéis contribuir a la financiación de nuestro viaje mediante la simple compra de una estupenda funda nórdico-laosiana, hecha a mano por tribales artesanas, y todo ello por un módico precio, ¡bueno, bonito y barato! (también se aceptan donativos espontáneos).


Aparte de visitar el mercadillo nocturno, también hemos visitado… demoños, ¿qué hemos visitado? Ah sí, ya me acuerdo: hicimos una excursión a la cueva de los mil budas o “Pak Ou” y a las cascadas de “Kuang-Si”, muchísimo menos espectaculares de lo que prometían las fotos del folleto turístico. Aún así, me encantaría volver allí para pasar un día de picnic, leyendo y dándome chapuzones, como hacen los autóctonos.


La verdad, para los cinco días que ya llevamos aquí, en espera de que empiece el festival del año nuevo o “Pimai”, nuestra media de actividades turísticas ha sido tremendamente baja. A veces me entra un cierto sentimiento de culpabilidad, como si tuviese que justificar mi existencia aquí con la visita de algún monumento u otro sitio de interés cultural, pero creo que el que peor lo lleva es José.


De ello hablábamos mientras comíamos en la terracita de un restaurante, a orillas del Mekong (“a orillas del Mekong”, mi pedacito de frase preferido, ¿os habéis fijado?). Yo intento defender mi opinión (puro ejercicio de auto-persuasión) de que mi año sabático no sólo tiene por meta viajar, sino también vivir disfrutando de todo este tiempo libre.


“En Irlanda, me pasaba el día corriendo, del trabajo a casa, pasando por el supermercado. A veces el trabajo me preocupaba y me quedaba más tiempo en la oficina, incluso me traía documentos a casa para leerlos antes de dormirme. Nunca tenía tiempo de leer los libros que me compraba. Tampoco encontraba tiempo para ver a todos mis amigos, ni para escribir a los que quedaron lejanos. A menudo, me agobiaba ver el desorden que reinaba en la casa. ¿Y qué decir de los fines de semana? ¿Acaso a veces no pasábamos un domingo entero apalancados delante del televisor, sin más actividad que la de una comida opípara?”.


“Sí, pero acuérdate de que después de hacer el vago durante todo el día, nos sentíamos culpables”.


“Claro, pero eso pasaba porque el día siguiente era lunes y teníamos que esperar otros cinco días para gozar de un nuevo fin de semana, que también se nos pasaría volando, y volveríamos a lamentarnos, ya sea de no haber hecho nada o de haber descansado poco. Ahora todos los días son fin de semana y no tenemos porqué correr ni porqué sentirnos culpables”.


En fin, intento convencerme llevándole la contraria a José, pero soy tan esclava de mí misma como todos. Es realmente curioso, echo un montón de menos mi cocina. Ya sé que éste es un cliché tradicional y muy poco feminista (perdonadme hermanas), pero tal vez se deba a que a veces me apetece producir algo (aparte de estos textos) y sentirme útil. Me encantaría pasar aunque solo fuese un día en mi casita, cocinando las pechugas de pollo al curry que tanto gustan a José, para después descorchar una botella de rioja y disfrutar de una rica comida. Se me pasan por la cabeza los platos que solíamos guisar, hmmm, qué buenos los pimientos rellenos y el revuelto de gulas de mi José. Y qué lejos queda todo aquello.


Me pregunto porqué somos tan fieles a pensamientos que nos entristecen o malhumoran. ¿Por qué no somos capaces de gozarnos sencillamente un año de libertad?

Nota en la que se relata la infame odisea de Hanoi a Vientiane: todo empezó cuando recibí un email de mi amigo Vincent, escrito desde Vientiane después de recorrer la fatídica ruta en autobús: “Ni hartos de vino cojáis ese autobús, ha sido un viaje terrible, el autobús lleno a reventar de vietnamitas, sin aire, sin poder reclinar el asiento… hay un autobús VIP por 25 dólares en lugar de 14, creo que os merece la pena estirar un poco el presupuesto”.


Tomamos buena nota del consejo y fuimos inmediatamente a negociar un “upgrade” con la agencia de viajes. La señorita nos informó amablemente de que efectivamente existía un autobús VIP por 25 dólares, el de la embajada laosiana, pero que sólo salía los miércoles y sábados. Era preciso que saliésemos el martes, pues el jueves se agotaban nuestros visados y no íbamos a arriesgarnos a tener problemas con los aduaneros vietnamitas, bellísimas personas me imagino. Se me fue el alma al suelo. Tal debió de ser mi cara de decepción que la mujer enseguida se corrigió: “Voy a llamar a la embajada laosiana para comprobar, vuelva más tarde porque ahora estarán todos comiendo” (¿embajada laosiana? ¿Durmiendo la siesta querrá usted decir?).


Para nuestra gran alegría y posterior desconcierto, conseguimos cambiar nuestro billete por uno de categoría superior. ¡Pero qué suerte habíamos tenido de que justamente esta semana saliese un autobús VIP de la embajada laosiana, en un martes!


“En martes, ni te cases, ni te embarques”. Bien lo dice la sabiduría popular, ¿por qué no le haríamos caso al refrán? A las seis de la tarde nos vinieron a recoger al hostal en motocicleta, para dejarnos delante de la agencia de la embajada laosiana. Una señora nos contó no sé qué historia de que algo pasaba por lo que el autobús no podía recogernos hoy delante de la agencia, con lo cual nos iban a llevar en taxi a la estación de autobuses, todo gratis por supuesto. Muy bien, muy bien. Llegamos a la estación y ahí aparcados estaban dos autobuses: uno, flamante y moderno, con un cartel que rezaba “HANOI-VIENTIANE”; el otro, una pieza de museo, pura tartana, carcamal automovilístico de estilo soviético, completamente destartalado, lleno de gente y sin cartel que rezase el padre nuestro ni nada de nada.


Bueno, ¿y vosotros cuál de los dos creéis que era nuestro autob…? Pues sí, pues sí, el segundo… Caramba, sois unos linces, lo habéis adivinado antes de que pudiese terminar mi frase (lástima, porque de premio iba a entregar una colcha laosiana gratis, pero ya es demasiado tarde, así que no os va quedar más remedio que comprármela… ¿os he comentado ya lo chulas que son?).


A nosotros, en cambio, nos llevó algo más de tiempo adivinarlo. Intentamos explicar al chófer que ése no era nuestro autobús, que nosotros habíamos pagado 25 dólares por viajar en plan VIP, como dos señores oiga, que nos esperábamos un autobús turístico, etc., etc. Por supuesto, el chófer no tenía ni papa de inglés. Alguien nos dijo que el otro autobús no salía hasta el miércoles (vaya, vaya, eso me suena familiar, creo que ya vamos atando cabos).


Así que nos encontramos en la estación de autobús de Hanoi, de noche, con dos visados moribundos y sin más opción que subirnos a un vetusto autobús vietnamita y aceptar el gran engaño. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Maldito Vietnam.


Por supuesto, el autobús rebosaba de cajas, bolsas y gente. Todos vietnamitas, con la excepción de unos laosianos, unos tailandeses, un japonés y una pareja de servidores, que éramos los que ahí más pegaban el cante. Si la capacidad del autobús era de cuarenta personas, allí estábamos hacinados sesenta. Unas quince personas viajaron sentadas en el pasillo, incluso había una hamaca colgando por encima de sus cabezas en la que se acomodó un tío más. Im-pre-sio-nan-te.


Efectivamente, el autobús era VIP: Viejo, Incómodo y Parado. No sólo salimos de la estación con retraso, sino que tuvimos cuatro paradas técnicas por avería. Cada parón osciló entre media hora y una hora (eso sí, para recuperar tiempo, las paradas biológicas fueron cortísimas y ahí fue cuando yo de verdad que perdí los nervios y la compostura y me puse a despotricar como una auténtica verdulera contra el muy cabrón del chófer que se había puesto a aporrear la bocina como un loco mientras a mí no me había dado ni tiempo a bajarme las bragas, ¡aaaah, maldito Vietnam!). Para apaciguar el recalentamiento del motor, encima tuvimos que ceder nuestras preciosísimas botellas de agua. Esa mierda de cacharro se chupó litros y litros de agua mineral él solito, ¡qué canallada! (claro que hay que mirar el lado bueno de las cosas y cuanto menos agua nos quedase para beber, menos paradas biológicas íbamos a necesitar).


Por si todo ello fuese poco, José y yo tuvimos la genial ocurrencia de amenizar las largas horas de viaje… ¡listando las razones por las que tal vez debiéramos cortar! Eso sí, lo hicimos con gracia, cariño y sentido del humor, pero de verdad pensé que íbamos a dejarlo antes de salir de los atascos de Hanoi.


Bueno, por lo menos, nuestra relación ha sobrevivido a este horrible viaje y, lo que es más importante, nosotros también.


(Escrito por ella desde Luang Prabang, Laos, 13/04/07)

1 comentario:

Al. dijo...

Hasta ahora me leían el blog en voz alta, pero ahora que ya soy mayor y me dedico a coplanificar rutas lo hago por mi mismo, y con mucho gusto. Que rebien escribís los dos, leches, y que curioso ver tantos pensamientos idénticos en otros viajeros :). Será que las rutas físicas marcan las rutas mentales?
Muchas gracias de nuevo por el blog y por los chivatazos!