10 abril, 2007

La capital tranquila

Ayer por la noche vimos, de cerca, la primera. Ya habíamos visto antes alguna pero por calles secundarias y sólo dónde no había luz, pero esta vez no estaba en el suelo, alejándose de nosotros. En aquel momento, en la televisión emitían una película, “The Island”, y ese era el telón de fondo mientras, tumbados en la cama, Isa y yo apuntábamos los gastos de los últimos días en su ordenador. De repente siento algo en mi hombro y cuando giro la cabeza veo una alargada cucaracha de unos seis centímetros y con largas antenas que se pasea tranquilamente por la piel de mi hombro en dirección a mi cuello. Con el salto que di, no se si se asustó más ella o el que escribe. Me la quité de encima como pude y volvió a refugiarse bajo la cama, en la seguridad de su oscuro nido. La siguiente media hora, Isa la pasó acurrucada en una silla mientras yo (que había tomado la precaución de protegerme mediante el ingenioso y comprobado método de ponerme los calcetines y la ropa interior) quitaba las sabanas y movía la cama de un lado a otro de la habitación para buscar al terrible insecto.

Finalmente, nuestro cobrizo y asustadizo amigo quedó expuesto a la luz sobre las desnudas baldosas. Unos segundos después, y merced a una serie de delicados (el objetivo era ahuyentarlo, no matarlo) empujones con un zapato, aceptaba la nada sutil invitación y salía disparado por la puerta que yo había abierto previsoramente. Realmente Vientiane es como un pueblo.

Ya lo había pensado el miércoles por la tarde, cuando viajábamos en Jumbo (no os imaginéis un reactor comercial 747 sino la versión local del tuk tuk tailandés al que han alargado para dar cabida a más pasajeros) desde la estación de autobuses al centro de la ciudad, donde buscaríamos alojamiento. La luz del día siguiente lo confirmó: Vientiane es diametralmente opuesto a Hanoi. Si no te gustan las aglomeraciones, los ruidos del tráfico y las prisas, aquí has encontrado tu paraíso. Aquí no hay urgencia por nada y el ritmo de la vida es lento, pausado, como parece ser la norma en todo Laos. A ese respecto, los amos franceses acuñaron un dicho que define perfectamente la idiosincrasia de los respectivos pueblos de sus colonias en Indochina: “El vietnamita planta el arroz, el camboyano lo ve crecer y el laosiano lo escucha crecer”.

Paseando por las calles de esta extraña capital, me parece estar más bien en una pequeña ciudad castellana antes que en la ciudad más poblada de un país asiático. Bajo un calor que lleva el termómetro apenas por debajo de los cuarenta grados, el tráfico es mínimo, tanto de coches como de motocicletas (no hay autobuses municipales) y ya no se oye la cacofonía incesante de pitidos que era la norma en Vietnam. Descubro, agradecido, que los pasos de peatones se respetan y, además, los semáforos son obedecidos.

Decido que la primera de las visitas, al Patuxay, la haré a pie y al cabo de un rato emboco una de las principales avenidas (que, lógicamente a tenor de lo ya escrito, para los ojos occidentales es una calle amplia, con tres carriles en cada sentido pero sin el tráfico que sería de temer) y al frente, como si me hallara otra vez en los Campos Elíseos, observo una familiar arquitectura, la del Arco de Triunfo. Pero mi mente no me ha jugado una mala pasada y las comparaciones no son odiosas. Efectivamente, los laosianos construyeron un edificio similar al del famoso monumento aunque adaptándolo al estilo local (lo corona una ornamentación y estructuras similares a las de un templo). Además, esta versión no tiene dos arcadas sino cuatro. No es un edificio antiguo sino que fue construido en los años 60…con cemento adquirido originalmente para su uso en el Aeropuerto de Vientiane.


Desembolso el equivalente de veinticinco céntimos y eso me da derecho a subir, atravesando dos niveles con miles de camisetas y recuerdos a la venta, hasta lo más alto del edificio. Contrariamente a lo que ocurre en París, ni se ven rascacielos ni edificios de viviendas y oficinas de varios pisos de altura. Con la excepción de un moderno hotel a las orillas del Mekong, la ciudad ofrece al voyeur de las alturas un perfil extraordinariamente bajo que, sin duda, cambiará a peor dentro de unos años. Por ahora, incluso los Ministerios y las Embajadas cuya situación aparece claramente especificada en mi mapa
local, no son más que construcciones de una o dos plantas a lo sumo. A pie de calle, y con la obvia excepción hotelera, los edificios no tienen más de cuatro alturas. Ciudad de provincias más que capital estatal. Y no es una queja, sino un halago, porque ya he visto demasiadas urbes ocultas bajo grises humos, grises mastodontes de acero y cristal y grises trajes y caras.

Reemprendo mi paseo bajo el sol en dirección al símbolo de este país, de hecho aparece en su bandera y en su papel moneda, y que es algo más que una construcción con finalidad religiosa, el Pha That Luang. Su colosal perfil se adivina monumental en la distancia y la espectacularidad de sus refulgentes torres deja atónito al visitante. En este estupa se dice que se guarda un pelo de Buda (al igual que ocurre en Occidente con los supuestos restos de la cruz de Jesús, os encontrareis por todo Asia templos, wats o stupas, en los que se asegura algo similar).

Cada nivel del dorado Pha That Luang posee diferentes características arquitectónicas que esconden un código de la doctrina Budista. Por ejemplo, en el segundo nivel hay 30 pequeños estupas que simbolizan las 30 perfecciones budistas, empezando con la caridad y terminando con la ecuanimidad. Así mismo, la espiral curvilínea de cuatro lados, recuerda a un alargado capullo de loto representando el nacimiento de esa flor de una semilla desde el fangoso fondo de un lago hasta brotar en la superficie con toda su belleza, como una metáfora del avance humano desde la ignorancia hasta el conocimiento en el Budismo.

La tercera visita a realizar en Vientiane (en realidad la cuarta, si consideramos el paseo a las orillas del Mekong como una, aunque su caudal era mínimo a principios de abril) es al Museo Nacional. El nombre es relativamente nuevo, antes era conocido como Museo de la Revolución, aunque en esto no se ponen de acuerdo nuestra guía Lonely Planet y la Guía 2007 de la Administración Nacional de Turismo de Laos. Para la primera, ese cambio se produjo hace unos años pero para la segunda, el nombre con el que figura entre la lista de monumentos a visitar sigue siendo “Museo de la Revolución”.

Después de visitarlo aún no me decido a definirlo como el Museo de la Revolución con tres exposiciones dedicadas a eventos no revolucionarios o si es el Museo Nacional con tres exposiciones dedicadas a eventos revolucionarios.

El grueso del material expuesto son fotografías y documentos (acompañados por armamento ligero) sobre la lucha primero contras los colonialistas franceses y después contra los imperialistas americanos. Hay multitud de cuadros en los que se muestra el trato brutal que supuestamente recibían los nativos por parte de los franceses (obviamente eso justificaría después la brutalidad comunista contra el enemigo, externo o interno). También vemos fotos en las que los sonrientes militares comunistas ayudan a sus hermanos campesinos a recoger la cosecha. El auténtico comunista ha de estar preparado tanto para empuñar un Kalashnikov como una guadaña, pero siempre vigilante ante los espías imperialistas.

El comunismo, que fracasó estrepitosamente en el plano industrial (sus productos eran de inferior calidad, mas burdos y propensos a estropearse que sus homólogos occidentales) y en el plano económico (Laos s vio obligado a reintroducir en la década de los 80 la propiedad privada y los permisos para establecer comercios y negocios; en la planta baja del Museo hay una exposición sobre los “logros” y el avance desde 1975 pero no se mencionan las generosas ayudas que se han recibido, y se siguen recibiendo, de las Naciones Unidas ni de entidades públicas y privadas del imperialista occidente) también lo ha hecho en el plano social. La sociedad sin clases que propugnaba Marx sólo trajo una nueva clase de ricos (los altos cargos del Partido y cualquier funcionario civil o militar en situación de pedir un soborno) que gozan de privilegios fuera del alcance del campesino al que supuestamente sirven.

¿Qué fue de aquellos que hasta 1975 (año de la toma del poder por parte de los comunistas) eran monárquicos, anticomunistas o, simplemente, asalariados del régimen anterior?

La historia oficial comunista dice que el rey, la reina y el príncipe heredero (al igual que decenas de miles de laosianos, antiguos militares, funcionarios, comerciantes, etc.) iban a ser internados en un campo de reeducación. En realidad en esos campos lo que les esperaba a los prisioneros eran una mezcla de trabajos forzados y tediosas sesiones de adoctrinamiento político comunista. Las condiciones eran tales que antes de cuatro años los integrantes de la familia real habían muerto de malnutrición y por falta de atención médica.

Según Amnistía Internacional, aún hay prisioneros políticos en Laos sufriendo una suerte similar. En 1992 tres altos miembros del Gobierno fueron sentenciados a 14 años en uno de esos campos. ¿Su delito? Haber abogado pacíficamente por un sistema político con múltiples partidos. Sin abogados defensores en su “juicio”, la condena era inevitable. Uno de ellos, anterior viceministro de Ciencia y Tecnología, murió al poco tiempo por malos tratos.

Solo en 1979, 30000 personas fueron internadas en campos de trabajo aunque el gobierno comunista de Laos nunca ha confirmado o negado la existencia de esos lugares de tortura y muerte.

Nota: Me queda pendiente la tarea de reunir los distintos textos que, sobre Viet Nam, he estado escribiendo durante el mes de estancia en ese país. Soy consciente de ello, pero no he querido retrasar mi primera crónica desde Laos a sabiendas de que eso provocaría un nuevo retraso acumulado. Por ello más adelante, y es una asignatura pendiente que espero aprobar pronto, me propongo solventar ese descuido y mientras tanto, para no guardar silencio durante más días, continúo con la más actual narración de nuestro recorrido por Laos.

(Escrito por él desde Vientiane, Laos, el 7 de abril de 2007)

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