06 junio, 2007

No se lo digas a nadie

No se lo digas a nadie, y menos aún a un australiano, pero lo de visitar Australia nunca me había dado para más. La verdad sea dicha, el principal motivo por el que me animé a venir hasta las antípodas, fue porque el billete era un auténtico chollazo: por 783 euros más tasas, conseguíamos un vuelo de ida y vuelta a Australia, abierto durante un año, con tres paradas en Asia (mi codiciado destino). Además, a José, que es fanático del Señor de los Anillos, le hacía ilusión bajar hasta Nueva Zelanda, así que pensé… ¿y porqué no?

Hay que ver lo que son las cosas, las vueltas que da la vida, la razón que tiene el no decir fuente de tu agua no beberé, ni este cura no es mi padre: aquí estoy, apenas cinco días en Sídney, y a punto ya de rellenar los formularios de inmigración para ser como Kylie Minogue, Nicole Kidman y Toni Colette. No guapa, ni artista, ni rica, ni famosa, sino… ¡australiana! Si es que como en Australia, creo que no se vive en ningún sitio. Y pensar que ésta era tierra de convictos, ¡menudo sistema penitenciario más cojonudo! ¡Ni que lo hubiesen diseñado los socialistas!

Para que veáis que éste no ha sido un flechazo fulminante de amor a primera vista, os relataré mi brevísima experiencia austral, día por día.

Día cero, aterrizaje en el aeropuerto internacional de Sídney, a las seis de la mañana. Digo día cero y no uno, porque desde un punto de vista de exploración y descubrimiento, fue un día casi nulo.


Llegué hecha polvo, después de dos noches en blanco. La primera, en el autobús que me llevó de Chiang Mai a Bangkok y, la segunda, en el avión. Gracias a la programación audiovisual y a los numerosos tentempiés ofrecidos por British Airways, conseguí llegar a Australia sin haber pegado ojo. De vez en cuando le echaba un vistazo al mapita de la pantalla, para comprobar mi ubicación en el mundo. Extrañamente, no sentía excitación por acercarme a un continente nuevo, sino tristeza por ver como mi avión se desplazaba, alejándose inexorablemente de Tailandia.

Mi primera impresión de Sídney, desde la ventanilla del autobús, fue de “déjà vu”. Sídney me resultaba extrañamente familiar, con un fuerte sabor americano. Me recordaba a las pocas ciudades estadounidenses que he visitado, San Francisco, Nueva York y Seattle. Especialmente ésta última, en un día soleado. Avenidas amplias, arboladas y limpias, urbanismo ejemplar, carteles sobre farolas con el nombre de las calles en todas las intersecciones, cafés Starbucks a la vuelta de cada esquina, edificios altos y ultramodernos, grandes almacenes, nada de grafitis, nada de miseria, nada de inmundicia… Cierro los ojos, en parte porque he perdido mis gafas de sol de camino a Bangkok, en parte porque tanta modernidad me ciega. Después de mi pequeño “retiro” en Chiang Mai y acostumbrada al ritmo pausado de la vida asiática, siento que voy a necesitar algo de tiempo no sólo para ajustarme al cambio horario, sino sobre todo para amortiguar la brutalidad de este choque cultural tan brusco.

Nada más llegar a mi hostal, “The Pink House” en Kings Cross, me refugio en mi habitación, corro la cortina, y ¡directa al sobre! Dormí de un tirón hasta las cuatro de la tarde. Para entonces, ya estaba anocheciendo (aunque haga sol, aquí es invierno y los días son muy cortos), así que tan sólo me di una vuelta por el barrio. Enseguida se me quitó la impresión de estar en Seattle. Kings Cross se parece más bien al Soho de Londres, está lleno de bares, burdeles y sex shops. Personajes peculiares, señoritas sin ropa interior, con vestidos translúcidos, Testigos de Jehovah repartiendo panfletos por la calle, ¡faena tienen!
Me paré un rato a hablar con éstos y me ayudaron a encontrar mi camino, no tanto el espiritual como el espacial. Gracias a sus buenos consejos, he podido moverme cómodamente por Sídney usando los servicios públicos de autobús, más económicos que el metro: las líneas 324, 325 y 326 te llevan desde Kings Cross al centro de la ciudad y a la terminal de ferris (muelle circular, junto al edificio de la Ópera), por 1,70 dólares australianos el billete sencillo.

Día uno, caminante no hay camino, el camino se hace al andar. Me paso el día pateándome la ciudad y deteniéndome a cada paso, porque todo me llama la atención. Mi paseo empieza en los muelles, le saco un par de fotos al edificio de la Ópera (cuestión de añadir mi granito de arena a las tres mil y más fotos que sin duda habrá tomado José un par de semanas atrás), camino por “The Rocks”, me adentro en el peligrosísimo mercadillo de las mil y una tentaciones con la firmísima promesa de no gastarme un duro, babeo delante de un anillo de plata, me resisto, con la misma fuerza hercúlea que emplea un cohete para desafiar la ley de la gravedad me arranco del lugar de perdición, me alejo del mercadillo sin anillo, sigo de frente, subo por “Argile Street”, cruzo el emblemático puente que parte la ciudad como una manzana.
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Llegada a la mitad norte, me asalta un remordimiento intenso. “Dios mío, pero ¿qué he hecho? ¿En qué estaría yo pensando?” Rápidamente, camino puente abajo, desciendo “Argile Street”, me abro camino entre la multitud y… ¡alabado sea Dios! Todavía está ahí, esperándome. MI anillo.
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Por 40 dólares australianos, tenía qué llevármelo. ¿Cómo iba a dejar ahí un anillo que tan claramente me estaba destinado? “My precious, sólo de pensarlo, se me pone la carne de gallina. En cuanto lleguemos a España, pienso gravarte y todo. Y si mi padre al verte dice algo sacrílego y blasfemo, como que te pareces a una tuerca, tú ni caso, que con que yo te adore basta, que los hombres de estas cosas no entienden”. Vale, dejo ya la broma, que como siga se me va a poner cara de Gollum.










"Fashion Dog" de paseo por The Rocks (no se lo digas a nadie, pero me parece que los chuchos de aquí tienen más estilo que las australianas).


Día dos, se me pegaron las sábanas. Estoy convencida de que el despertador no sonó. Bueno, no pasa nada, mañana perdida, tarde aprovechada. Paseo por Hyde Park, visita a la catedral de St. Mary (realmente preciosa por dentro), subida a la Torre de Seattle (perdón de Sídney, no corrijo la errata porque ha sido un lapsus totalmente involuntario que da plena fe de lo mucho que esta ciudad me recuerda a Seattle, con su “Space Needle” y todo, y eso que no he visitado el “Fish Market”, pero es como si lo hubiese visto, porque estoy segura de que es clavado al “Pike Market”) y disfrute de la “Oz Trek Experience” (entretenimiento de media hora en el que se te ofrece un documental dinámico sobre Australia, con efectos especiales producidos por hologramas y butacas movedizas).











Partida de ajedrez en Hyde Park .
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Al final de la tarde, me di un pequeño paseo por los Jardines Reales Botánicos y visité la Galería de Arte de New South Wales. Fue como dar un salto en el tiempo, que de pronto me catapultó en Nueva York hace dos años. Aquél día me di un paseo por Central Park antes de visitar el MET, donde descubrí la obra de un artista absolutamente genial, Chuck Close.

Curiosamente, en una de las exhibiciones temporales del museo de New South Wales, me encontré de frente con el mismo cuadro que tanto me había llamado la atención en el MET, uno de los autorretratos del artista. Fue una sensación súper curiosa y agradable, como cuando de repente y en el lugar más improbable, de das de narices con un viejo amigo que hace siglos desapareció de tu vida.


Día tres, las sábanas otra vez. Bueno, no pasa nada, mañana perdida, pelillos a la mar. Pequeño “brunch” en Kings Cross y salgo disparada para “Circular Quay”. En el muelle dos, cojo el ferri que me lleva al “Taronga Zoo” en la parte norte de la ciudad. Llegué a la taquilla del centro de información a las 13:15, hora clavada en la que empezaba el tour al que me había apuntado la víspera. Me lo pasé como una enana, la experiencia me ha gustado tanto, que mejor no os cuento nada ahora. Se merece un texto aparte.


Día cuatro, si no fuese porque me voy mañana y porque me dieron 15 dólares de descuento por la habitación privada, me quejaba a la dirección. “Oiga, sus sábanas son verdaderamente pegajosas, llevo tres mañanas consecutivas levantándome a las tantas por culpa de ellas”. Bueno, no pasa nada, mañana perdida, despertar del buen cristiano, cuando Dios manda.

Me he despedido de Sídney dando de nuevo un paseo por los muelles, la Ópera y los jardines botánicos. Tenía ganas de disfrutar un poco del parque, caminando sin rumbo y sin prisas. Por pura coincidencia, llegué al centro de información del parque en el preciso momento en que John Page, un señor retirado que tiene por hobby el cultivo de bonsáis, se disponía a ofrecer sus servicios gratuitos de guía por el parque. En Sídney, hay muchas oportunidades para el voluntariado, y concretamente en estos jardines, los voluntarios ofrecen dos tours guiados al día. Yo tuve la suerte de llegar a punto para el tour de la tarde, que empieza a la una.

John Page, realmente debería de llamarse John Book, por su conocimiento enciclopédico sobre botánica. Afortunadamente, no sólo me habló de las muchas idiosincrasias de los eucaliptos, sino que también me contó algunas anécdotas sobre el pasado de Sídney y sobre los frágiles ecosistemas del parque. Por lo general, a mí me interesa más la fauna que la flora, así que aproveché para hacerle unas preguntas acerca de las aves que viven en el parque. Me regaló un folleto con información ornitológica, sin la cuál no sería capaz de presentaros los animales siguientes.

Este bicharraco zancudo y picudo se llama “Sagrado Ibis”. Llegó a Sídney como huésped del Taronga Zoo, pero su descontrolada explosión demográfica obligó al animal a buscar residencia en otras áreas de la ciudad, especialmente en los parques (aunque también he visto alguno merodeando por la zona de mi hostal).


Esta foto que parece tomada con un súper zoom, pero que en realidad ha sido tomada de muy, muy cerca, es de una “Cacatúa Sulfúrea”. Como podéis apreciar, es un animal precioso, con plumaje blanco y cresta amarilla. Cuando se siente amenazado, su cresta se abre como un abanico, dándole un aire punki. Por cierto, estos bichos son unos auténticos hooligans. Gritan más que un grupo de quinceañeros a la salida de la disco y se dedican a destrozar todo lo que pillan por delante, en un acto de puro vandalismo.

Adjunto una foto de un pobre árbol que estaba plagado de cacatúas, para que veáis cómo lo estaban dejando. Razón tiene el dicho de que mala hierba nunca muere, ¡estos bichos llegan a vivir hasta cien años!

Árbol podado por banda de cacatúas macarras

¿A ver si adivináis qué es lo que cuelga de este árbol? Os daré una pista, no es un fruto, aunque le gusta mucho la fruta. Tampoco es un pájaro, sino un mamífero. ¿Ya lo sabéis? Pues sí, son murciélagos. El parque tiene miles de ellos. Éstos también son un problema para la conservación de los árboles, porque dañan sus cortezas con las zarpas. Sin embargo, como son especie protegida, los amantes de los árboles no pueden hacer mucho por protegerlos.




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Tras visitar el parque, me fui a dar una vuelta por los centros comerciales de la calle Pitt. Mi objetivo era comprarme un jersey, bufanda y guantes, para protegerme del frío de Nueva Zelanda, pero fracasé en el intento. Espero tener más éxito en Wellington.

Por cierto, ahora mismo son las 04:25 de la madrugada de mi sexto día en Sídney, dentro de dos horas y media, me pillo el autobús para el aeropuerto. Sólo tengo que aguantar un par de horas más sin dormir. Visto el éxito que he tenido en despertarme los últimos tres días, no quería arriesgarme a quedarme dormida y perder mi avión. Así que me he armado de valor y de café (me he subido a la habitación suficiente café como para auto inducirme un ataque de septicemia) y me he propuesto pasar la noche en blanco, aprovechando para actualizar el blog (de ahí que el texto sea tan largo, os he contado, literalmente, historias para no dormir). Ahora voy a preparar la mochila y, si aún me quedan algo de tiempo y ganas, igual os cuento hoy mis aventuras en el zoo.

(Escrito por ella desde Sídney, Australia, 07/06/07)

1 comentario:

Isabel y José dijo...

Es curioso ver una ciudad desde los ojos de otro. Uno la contemplo hace solo unas semanas y ahora se lee el texto de otra persona, con un color de iris distinto, con una mirada similar en algunas cosas y con diferente perspectiva en otras.

El resultado es enriquecedor segun mi modesta opinion :)

(y sigo pensando que tu escribes mejor y tus fotos son mas bonitas)

Te veo en el aeropuerto de Welly en algo mas de dos horas (va a depender de lo que tengan que decir sobre tu calzado los de aduanas e inmigracion)

Besos,

Jose

(escrito por el desde Wellington, Nueva Zelanda)