02 octubre, 2007

El Palacio de Verano

A las afueras de Beijing, en dirección noroeste, se encuentra el Palacio de Verano, enmarcado por 290 hectáreas de jardines y lago.
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El parque y su palacio fueron incendiados en 1850, a manos de las fuerzas aliadas anglo-francesas. En 1888, la emperatriz Cixi ordenó su restauración con fondos de la Marina Imperial, estableciendo allí su residencia secundaria un año más tarde.
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Los fondos de la Marina fueron usados para la reconstrucción del Palacio, en 1888, pretextando el uso del lago Kunming para fines de entrenamiento naval. Un barco militar fue atracado en dicho lago, en el corazón del parque. La visión del mismo molestó a su Excelencia, la emperatriz Cixi, quien lo hizo retirar inmendiatamente. Este barco de mármol fue construido y colocado en lugar de aquél.
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Durante los años de su reinado, el palacio conoció su época de mayor fasto. Se cuenta que cientos de cocineros se afanaban día y noche por crear los más exquisitos y sofisticados manjares para su Alteza. Nunca se apagaban los fogones ni descansaba la servidumbre, pues en cualquier momento podía antojársele un plato a la emperatriz. Por supuesto, éste debía ser cocinado en su punto y servido dentro del minuto siguiente al encargo. En un solo banquete, se servían hasta 150 platos distintos. La mayoría eran rechazados por la emperatriz con un gesto de desdén y, del resto, apenas probaba uno o dos bocados.

En 1900, las fuerzas aliadas occidentales volvieron a atacar Pekín, destrozando de nuevo el palacio. La emperatriz se encontraba en el Palacio Imperial de la Ciudad Prohibida, cuando empezaron a tronar los disparos. Sin perder un segundo, se organizó un plan para su huída. Disfrazada de campesina y a bordo de un humilde carro tirado por mulas, salió de la ciudad imperial en dirección a Xi’an, pero no sin antes dar un desvío hasta el Palacio de Verano para recuperar sus joyas. Tiempo perdido en vano, pues el estruendo cada vez más cercano de la pólvora disuadió a la emperatriz nada más alcanzar su palacio veraniego. En su precipitación, ni siquiera tuvo tiempo de coger víveres para la ruta.

Viajó sin pausa durante todo el día, bambaleada por los baches de la carretera y a merced del frío y de la lluvia. Llegados a la provincia de Shanxi, divisó una cabaña humeante al pie de la montaña y allí mandó detener el carro. Con piernas trémulas por el frío, la fatiga y el desmayo, Cixi entró en la casa.

Estaba humildemente amueblada. La cama estaba hecha de ladrillos, cubiertos por una esterilla. Sobre ella se encontraba un cesto de costura y una almohada forrada de paja. Al pie de la cama, sentada en el suelo, una anciana avivaba el fuego de su hoguera. Mirando hacia arriba vio a la emperatriz tiritando de frío y, confundiéndola con una vieja vagabunda, la invitó a acercarse.

“Es duro recorrer carreteras con esta lluvia y este viento. Ven, acércate y toma asiento en esta cama de cálidos ladrillos”. Apenas hubo terminado de hablar, le ofreció unos bollos recién hechos. “Come mientras aún están calientes”.

La emperatriz se llevó un bollo a la boca. Estaba tierno y esponjoso. Sintió su reconfortante calor llenarle el estómago. Nunca había probado nada tan delicioso. Se sirvió un segundo bollo. Y un tercero. Aún deseaba más.

“Señora, qué ricos están estos bollos dorados, ¿con qué están hechos?”

“Una pobre anciana como yo no tiene mucho con que cocinar. Estos bollos no son más que maicena amasada con agua. Es todo lo que tengo para comer, tanto en invierno como en verano”.

“Vaya”, dijo la emperatriz para sus adentros, “estos pobres sí saben lo que es vivir, todo el año gozan de estos exquisitos bollos y yo, la emperatriz, ¡sin haberlos probado hasta ahora! En cuanto vuelva a palacio, me van a oír los inútiles de mis cocineros”.

Antes de marchar, la emperatriz quiso donar una recompensa a la anciana, pero recordó que no llevaba consigo dinero ni joyas. Pasándose la mano por el pelo, encontró una horquilla de oro.

“Tenga señora, acepte este pequeño regalo en agradecimiento por su hospitalidad”.

Sorprendida ante el inesperado y generoso pago, la anciana correspondió al gesto de la emperatriz con una sonrisa emaciada y agradecidas palabras: “Gracias querida, pero no puedo aceptar un obsequio tan valioso. Mejor quédatelo. Nosotros, los pobres, no somos avariciosos. Aunque me falte para mi sustento, yo nunca le negaría un bocado a un transeúnte en apuros. No me pagues con oro ni con plata, pero si confías en mí, dime quién eres”.

“¿Cómo?” pensó Cixi, “Pese a su miseria, esta vieja prefiere la verdad al oro. ¿Por qué querrá saber quién soy? No puedo arriesgarme a desvelarle mi identidad”.

“Soy sólo una mujer en apuros”. Sin más explicaciones ni moratorias, se despidió de la anciana y desapareció con su secreto en el silencio de la noche.

Mientras esto sucedía, las fuerzas aliadas habían tomado Pekín y sofocado la rebelión de los boxeadores. El tratado de Shimonoseki puso fin a las hostilidades, a cambio de numerosas concesiones por parte de los conservadores manchús. La misma emperatriz Cixi, tras su regreso a la corte, se vio forzada a doblegar su voluntad y ejecutar reformas de espíritu capitalista, contra las que tan virulentamente se había opuesto en el pasado.

Si bien la emperatriz perdió poder en la esfera pública, no así en la privada. Más que nunca, los cocineros palaciegos se afanaban por complacer los deseos de su Majestad. Pero todos sus esfuerzos eran vanos. La emperatriz, cada día más exigente, devolvía los platos a cocina sin apenas dignarse a mirarlos. Nada le parecía comparable a aquellos bollos dorados que había probado durante su fuga, y se lamentaba de la incompetencia de sus cocineros para reproducirlos.

Tras numerosos fracasos, por fin uno de los cocineros dio con el ingrediente secreto de los bollos dorados: “Claro, ¿cómo no nos dimos cuenta antes? ¡La clave de los bollos está en el hambre! El empachado come con desgana y nada le está bueno. Sin embargo, al que tiene hambre, un mendrugo seco le sabe a miel”.
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Así pues, el cocinero avispado mandó dar el siguiente recado a la emperatriz: “Alteza, este humilde súbdito posee la receta de los bollos dorados, que le ha sido transmitida por un sabio monje de las montañas. Estos bollos tienen poderes mágicos, pues aumentan la longevidad del que los prueba. Sin embargo, para que sus poderes surtan efecto, es preciso prepararse para recibirlos, meditando en ayunas durante todo un día”.
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Entusiasmada ante la prometedora noticia, la emperatriz ordenó a sus eunucos que dispusieran un lugar tranquilo en el jardín donde meditar sin ser molestada, mientras el cocinero preparaba sus bollos.


.........................................................................................El famoso puente de los 17 arcos, en el Lago Kunming

Así pues, desde los primeros rayos del amanecer hasta los de la puesta de sol, la emperatriz permaneció en ayunas. Cada hora transcurrida era un suplicio, pronto los gruñidos de su estómago vacío se transformaron en rugidos que le impedían meditar. Se le hacía la boca agua imaginando el dulce aroma de los bollos humeantes, tan vívido era su recuerdo que casi podía saborearlos.

Con los últimos rayos del atardecer, la emperatriz fue servida su ansiada bandeja de aromáticos bollitos dorados, de forma cónica y del tamaño de una almendra. La emperatriz mordió un primer bollo, suave, esponjoso y fragrante. Acto seguido, cogió un puñado y se los llevó a la boca, devorándolos con gula, mientras exclamaba:

“¡Éstos, sí, éstos son los bollos que probé mientras huía del peligro! ¡Por fin he vuelto a degustar el exquisito manjar de los pobres, que durante tantos años se me había ocultado! ¿Quién dice que el populacho vive en penuria? ¡Los bollos de la anciana eran mucho más grandes que los míos!”.


Nota: el restaurante Fangshan, en el parque Beihai, durante décadas sirvió de cocina imperial a la dinastía Chin. Los bollitos dorados de la emperatriz, llamados “wowotou”, todavía hoy pueden comprarse allí.

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La emperatriz Cixi, durante sus últimos años en el poder, se vio obligada a realizar reformas sociales que marcarían el fin de la era imperial. Esta foto de la emperatriz fue tomada en 1903, cinco años antes de su fallecimiento.

(Escrito por ella desde las Tres Gargantas del río Yangtzé, provincia de Hubei, China, 29/09/07)

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